EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
AMORIS LAETITIA
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A LOS ESPOSOS CRISTIANOS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL AMOR EN LA FAMILIA
ÍNDICE
La alegría del amor [17]
Capítulo primero
A LA LUZ DE LA PALABRA
Tú y tu esposa [913]
Tus hijos como brotes de olivo [1418]
Un sendero de sufrimiento y de sangre [1922]
La fatiga de tus manos [2326]
La ternura del abrazo [2730]
Capítulo segundo
REALIDAD Y DESAFÍOS DE LAS FAMILIAS
Situación actual de la familia [3249]
Algunos desafíos [5057]
Capítulo tercero
LA MIRADA PUESTA EN JESÚS: VOCACIÓN DE LA FAMILIA
Jesús recupera y lleva a su plenitud el proyecto divino [6166]
La familia en los documentos de la Iglesia [6770]
El sacramento del matrimonio [7175]
Semillas del Verbo y situaciones imperfectas [7679]
Transmisión de la vida y educación de los hijos [8085]
La familia y la Iglesia [8688]
Capítulo cuarto
EL AMOR EN EL MATRIMONIO
Nuestro amor cotidiano [90]
Paciencia [9192]
Actitud de servicio [9394]
Sanando la envidia [9596]
Sin hacer alarde ni agrandarse [9798]
Amabilidad [99100]
Desprendimiento [101102]
Sin violencia interior [103104]
Perdón [105108]
Alegrarse con los demás [109110]
Disculpa todo [111113]
Confía [114115]
Espera [116117]
Soporta todo [118119]
Crecer en la caridad conyugal [120122]
Toda la vida, todo en común [123125]
Alegría y belleza [126130]
Casarse por amor [131132]
Amor que se manifiesta y crece [133135]
Diálogo [136141]
Amor apasionado [142]
El mundo de las emociones [143146]
Dios ama el gozo de sus hijos [147149]
Dimensión erótica del amor [150152]
Violencia y manipulación [153157]
Matrimonio y virginidad [158162]
La transformación del amor [163164]
Capítulo quinto
AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO
Acoger una nueva vida [166167]
El amor en la espera propia del embarazo [168171]
Amor de madre y de padre [172177]
Fecundidad ampliada [178184]
Discernir el cuerpo [185186]
La vida en la familia grande [187]
Ser hijos [188190]
Los ancianos [191193]
Ser hermanos [194195]
Un corazón grande [196198]
Capítulo sexto
ALGUNAS PERSPECTIVAS PASTORALES
Anunciar el Evangelio de la familia hoy [200204]
Guiar a los prometidos en el camino de preparación al matrimonio [205211]
Preparación de la celebración [212216]
Acompañar en los primeros años de la vida matrimonial [217222]
Algunos recursos [223230]
Iluminar crisis, angustias y dificultades [231]
El desafío de las crisis [232238]
Viejas heridas [239240]
Acompañar después de rupturas y divorcios [241246]
Algunas situaciones complejas [247252]
Cuando la muerte clava su aguijón [253258]
Capítulo séptimo
FORTALECER LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
¿Dónde están los hijos? [260262]
Formación ética de los hijos [263267]
Valor de la sanción como estímulo [268270]
Paciente realismo [271273]
La vida familiar como contexto educativo [274279]
Sí a la educación sexual [280286]
Transmitir la fe [287290]
Capítulo octavo
ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD
Gradualidad en la pastoral [293295]
Discernimiento de las situaciones llamadas «irregulares» [296300]
Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral [301303]
Normas y discernimiento [304306]
La lógica de la misericordia pastoral [307312]
Capítulo noveno
ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR
Espiritualidad de la comunión sobrenatural [314316]
Juntos en oración a la luz de la Pascua [317318]
Espiritualidad del amor exclusivo y libre [319320]
Espiritualidad del cuidado, del consuelo y del estímulo [321325]
Oración a la Sagrada Familia
1. La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la
Iglesia. Como han indicado los Padres sinodales, a pesar de las numerosas
señales de crisis del matrimonio, «el deseo de familia permanece vivo,
especialmente entre los jóvenes, y esto motiva a la Iglesia»[1]. Como
respuesta a ese anhelo «el anuncio cristiano relativo a la familia es
verdaderamente una buena noticia»[2].
2. El camino sinodal permitió poner sobre la mesa la situación de las
familias en el mundo actual, ampliar nuestra mirada y reavivar nuestra
conciencia sobre la importancia del matrimonio y la familia. Al mismo
tiempo, la complejidad de los temas planteados nos mostró la necesidad
de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales,
morales, espirituales y pastorales. La reflexión de los pastores y teólogos,
si es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos ayudará a encontrar
mayor claridad. Los debates que se dan en los medios de comunicación o
en publicaciones, y aun entre ministros de la Iglesia, van desde un deseo
desenfrenado de cambiar todo sin suficiente reflexión o fundamentación, a
la actitud de pretender resolver todo aplicando normativas generales o
derivando conclusiones excesivas de algunas reflexiones teológicas.
3. Recordando que el tiempo es superior al espacio, quiero reafirmar que
no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser
resueltas con intervenciones magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es
necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que
subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la
doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá
hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13), es
decir, cuando nos introduzca perfectamente en el misterio de Cristo y
podamos ver todo con su mirada. Además, en cada país o región se
pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a
los desafíos locales, porque «las culturas son muy diferentes entre sí y
todo principio general […] necesita ser inculturado si quiere ser observado
y aplicado»[3].
4. De cualquier manera, debo decir que el camino sinodal ha contenido una
gran belleza y ha brindado mucha luz. Agradezco tantos aportes que me
han ayudado a contemplar los problemas de las familias del mundo en
toda su amplitud. El conjunto de las intervenciones de los Padres, que
escuché con constante atención, me ha parecido un precioso poliedro,
conformado por muchas legítimas preocupaciones y por preguntas
honestas y sinceras. Por ello consideré adecuado redactar una Exhortación
apostólica postsinodal que recoja los aportes de los dos recientes Sínodos
sobre la familia, agregando otras consideraciones que puedan orientar la
reflexión, el diálogo o la praxis pastoral y, a la vez, ofrezcan aliento,
estímulo y ayuda a las familias en su entrega y en sus dificultades.
5. Esta Exhortación adquiere un sentido especial en el contexto de este
Año Jubilar de la Misericordia. En primer lugar, porque la entiendo como
una propuesta para las familias cristianas, que las estimule a valorar los
dones del matrimonio y de la familia, y a sostener un amor fuerte y lleno
de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia.
En segundo lugar, porque procura alentar a todos para que sean signos de
misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se realiza
perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo.
6. En el desarrollo del texto, comenzaré con una apertura inspirada en las
Sagradas Escrituras, que otorgue un tono adecuado. A partir de allí,
consideraré la situación actual de las familias en orden a mantener los pies
en la tierra. Después recordaré algunas cuestiones elementales de la
enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, para dar lugar así
a los dos capítulos centrales, dedicados al amor. A continuación destacaré
algunos caminos pastorales que nos orienten a construir hogares sólidos y
fecundos según el plan de Dios, y dedicaré un capítulo a la educación de
los hijos. Luego me detendré en una invitación a la misericordia y al
discernimiento pastoral ante situaciones que no responden plenamente a lo
que el Señor nos propone, y por último plantearé breves líneas de
espiritualidad familiar.
7. Debido a la riqueza de los dos años de reflexión que aportó el camino
sinodal, esta Exhortación aborda, con diferentes estilos, muchos y variados
temas. Eso explica su inevitable extensión. Por eso no recomiendo una
lectura general apresurada. Podrá ser mejor aprovechada, tanto por las
familias como por los agentes de pastoral familiar, si la profundizan
pacientemente parte por parte o si buscan en ella lo que puedan necesitar
en cada circunstancia concreta. Es probable, por ejemplo, que los
matrimonios se identifiquen más con los capítulos cuarto y quinto, que los
agentes de pastoral tengan especial interés en el capítulo sexto, y que
todos se vean muy interpelados por el capítulo octavo. Espero que cada
uno, a través de la lectura, se sienta llamado a cuidar con amor la vida de
las familias, porque ellas «no son un problema, son principalmente una
oportunidad»[4].
Capítulo primero
A LA LUZ DE LA PALABRA
8. La Biblia está poblada de familias, de generaciones, de historias de amor
y de crisis familiares, desde la primera página, donde entra en escena la
familia de Adán y Eva con su peso de violencia pero también con la fuerza
de la vida que continúa (cf. Gn 4), hasta la última página donde aparecen
las bodas de la Esposa y del Cordero (cf. Ap 21,2.9). Las dos casas que
Jesús describe, construidas sobre roca o sobre arena (cf. Mt 7,2427),
son
expresión simbólica de tantas situaciones familiares, creadas por las
libertades de sus miembros, porque, como escribía el poeta, «toda casa es
un candelabro»[5]. Entremos ahora en una de esas casas, guiados por el
Salmista, a través de un canto que todavía hoy se proclama tanto en la
liturgia nupcial judía como en la cristiana:
«¡Dichoso el que teme al Señor,
y sigue sus caminos!
Del trabajo de tus manos comerás,
serás dichoso, te irá bien.
Tu esposa, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén,
todos los días de tu vida;
que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel!» (Sal 128,16).
Tú y tu esposa
9. Atravesemos entonces el umbral de esta casa serena, con su familia
sentada en torno a la mesa festiva. En el centro encontramos la pareja del
padre y de la madre con toda su historia de amor. En ellos se realiza aquel
designio primordial que Cristo mismo evoca con intensidad: «¿No habéis
leído que el Creador en el principio los creó hombre y mujer?» (Mt 19,4). Y
se retoma el mandato del Génesis: «Por eso abandonará el hombre a su
padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne»
(2,24).
10. Los dos grandiosos primeros capítulos del Génesis nos ofrecen la
representación de la pareja humana en su realidad fundamental. En ese
texto inicial de la Biblia brillan algunas afirmaciones decisivas. La primera,
citada sintéticamente por Jesús, declara: «Dios creó al hombre a su
imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1,27).
Sorprendentemente, la «imagen de Dios» tiene como paralelo explicativo
precisamente a la pareja «hombre y mujer». ¿Significa esto que Dios
mismo es sexuado o que con él hay una compañera divina, como creían
algunas religiones antiguas? Obviamente no, porque sabemos con cuánta
claridad la Biblia rechazó como idolátricas estas creencias difundidas entre
los cananeos de la Tierra Santa. Se preserva la trascendencia de Dios,
pero, puesto que es al mismo tiempo el Creador, la fecundidad de la
pareja humana es «imagen» viva y eficaz, signo visible del acto creador.
11. La pareja que ama y genera la vida es la verdadera «escultura»
viviente —no aquella de piedra u oro que el Decálogo prohíbe—, capaz de
manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a ser
el símbolo de las realidades íntimas de Dios (cf. Gn 1,28; 9,7; 17,25.16;
28,3; 35,11; 48,34).
A esto se debe el que la narración del Génesis,
siguiendo la llamada «tradición sacerdotal», esté atravesada por varias
secuencias genealógicas (cf. 4,1722.2526;
5; 10; 11,1032;
25,14.1217.1926;
36), porque la capacidad de generar de la pareja humana es el
camino por el cual se desarrolla la historia de la salvación. Bajo esta luz, la
relación fecunda de la pareja se vuelve una imagen para descubrir y
describir el misterio de Dios, fundamental en la visión cristiana de la Trinidad
que contempla en Dios al Padre, al Hijo y al Espíritu de amor. El Dios
Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente. Nos
iluminan las palabras de san Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su misterio
más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí
mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este
amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo»[6]. La familia no es pues
algo ajeno a la misma esencia divina[7]. Este aspecto trinitario de la pareja
tiene una nueva representación en la teología paulina cuando el Apóstol la
relaciona con el «misterio» de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,2133).
12. Pero Jesús, en su reflexión sobre el matrimonio, nos remite a otra
página del Génesis, el capítulo 2, donde aparece un admirable retrato de la
pareja con detalles luminosos. Elijamos sólo dos. El primero es la inquietud
del varón que busca «una ayuda recíproca» (vv. 18.20), capaz de
resolver esa soledad que le perturba y que no es aplacada por la cercanía
de los animales y de todo lo creado. La expresión original hebrea nos
remite a una relación directa, casi «frontal» —los ojos en los ojos— en un
diálogo también tácito, porque en el amor los silencios suelen ser más
elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro, con un «tú»
que refleja el amor divino y es «el comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a él y una columna de apoyo» (Si 36,24), como dice un sabio
bíblico. O bien, como exclamará la mujer del Cantar de los Cantares en
una estupenda profesión de amor y de donación en la reciprocidad: «Mi
amado es mío y yo suya […] Y o soy para mi amado y mi amado es para
mí» (2,16; 6,3).
13. De este encuentro, que sana la soledad, surgen la generación y la
familia. Este es el segundo detalle que podemos destacar: Adán, que es
también el hombre de todos los tiempos y de todas las regiones de
nuestro planeta, junto con su mujer, da origen a una nueva familia, como
repite Jesús citando el Génesis: «Se unirá a su mujer, y serán los dos una
sola carne» (Mt 19,5; cf. Gn 2,24). El verbo «unirse» en el original hebreo
indica una estrecha sintonía, una adhesión física e interior, hasta el punto
que se utiliza para describir la unión con Dios: «Mi alma está unida a ti»
(Sal 63,9), canta el orante. Se evoca así la unión matrimonial no solamente
en su dimensión sexual y corpórea sino también en su donación voluntaria
de amor. El fruto de esta unión es «ser una sola carne», sea en el abrazo
físico, sea en la unión de los corazones y de las vidas y, quizás, en el hijo
que nacerá de los dos, el cual llevará en sí, uniéndolas no sólo
genéticamente sino también espiritualmente, las dos «carnes».
Tus hijos como brotes de olivo
14. Retomemos el canto del Salmista. Allí aparecen, dentro de la casa
donde el hombre y su esposa están sentados a la mesa, los hijos que los
acompañan «como brotes de olivo» (Sal 128,3), es decir, llenos de energía
y de vitalidad. Si los padres son como los fundamentos de la casa, los hijos
son como las «piedras vivas» de la familia (cf. 1 P 2,5). Es significativo que
en el Antiguo Testamento la palabra que aparece más veces después de
la divina (yhwh, el «Señor») es «hijo» (ben), un vocablo que remite al
verbo hebreo que significa «construir» (banah). Por eso, en el Salmo 127
se exalta el don de los hijos con imágenes que se refieren tanto a la
edificación de una casa, como a la vida social y comercial que se
desarrollaba en la puerta de la ciudad: «Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles; la herencia que da el Señor son los hijos;
su salario, el fruto del vientre: son saetas en mano de un guerrero los hijos
de la juventud; dichoso el hombre que llena con ellas su aljaba: no quedará
derrotado cuando litigue con su adversario en la plaza» (vv. 1.35).
Es
verdad que estas imágenes reflejan la cultura de una sociedad antigua,
pero la presencia de los hijos es de todos modos un signo de plenitud de la
familia en la continuidad de la misma historia de salvación, de generación
en generación.
15. Bajo esta luz podemos recoger otra dimensión de la familia. Sabemos
que en el Nuevo Testamento se habla de «la iglesia que se reúne en la
casa» (cf. 1 Co 16,19; Rm 16,5; Col 4,15; Flm 2). El espacio vital de una
familia se podía transformar en iglesia doméstica, en sede de la Eucaristía,
de la presencia de Cristo sentado a la misma mesa. Es inolvidable la
escena pintada en el Apocalipsis: «Estoy a la puerta llamando: si alguien
oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (3,20). Así se delinea una
casa que lleva en su interior la presencia de Dios, la oración común y, por
tanto, la bendición del Señor. Es lo que se afirma en el Salmo 128 que
tomamos como base: «Que el Señor te bendiga desde Sión» (v. 5).
16. La Biblia considera también a la familia como la sede de la catequesis
de los hijos. Eso brilla en la descripción de la celebración pascual (cf. Ex
12,2627;
Dt 6,2025),
y luego fue explicitado en la haggadah judía, o sea,
en la narración dialógica que acompaña el rito de la cena pascual. Más aún,
un Salmo exalta el anuncio familiar de la fe: «Lo que oímos y aprendimos,
lo que nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos, lo
contaremos a la futura generación: las alabanzas del Señor, su poder, las
maravillas que realizó. Porque él estableció una norma para Jacob, dio una
ley a Israel: él mandó a nuestros padres que lo enseñaran a sus hijos,
para que lo supiera la generación siguiente, y los hijos que nacieran
después. Que surjan y lo cuenten a sus hijos» (Sal 78,36).
Por lo tanto, la
familia es el lugar donde los padres se convierten en los primeros maestros
de la fe para sus hijos. Es una tarea artesanal, de persona a persona:
«Cuando el día de mañana tu hijo te pregunte […] le responderás…» (Ex
13,14). Así, las distintas generaciones entonarán su canto al Señor, «los
jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños» (Sal
148,12).
17. Los padres tienen el deber de cumplir con seriedad su misión
educadora, como enseñan a menudo los sabios bíblicos (cf. Pr 3,1112;
6,2022;
13,1; 22,15; 23,1314;
29,17). Los hijos están llamados a acoger
y practicar el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20,12),
donde el verbo «honrar» indica el cumplimiento de los compromisos
familiares y sociales en su plenitud, sin descuidarlos con excusas religiosas
(cf. Mc 7,1113).
En efecto, «el que honra a su padre expía sus pecados,
el que respeta a su madre acumula tesoros» (Si 3,34).
18. El Evangelio nos recuerda también que los hijos no son una propiedad
de la familia, sino que tienen por delante su propio camino de vida. Si es
verdad que Jesús se presenta como modelo de obediencia a sus padres
terrenos, sometiéndose a ellos (cf. Lc 2,51), también es cierto que él
muestra que la elección de vida del hijo y su misma vocación cristiana
pueden exigir una separación para cumplir con su propia entrega al Reino
de Dios (cf. Mt 10,3437;
Lc 9,5962).
Es más, él mismo a los doce años
responde a María y a José que tiene otra misión más alta que cumplir más
allá de su familia histórica (cf. Lc 2,4850).
Por eso exalta la necesidad de
otros lazos, muy profundos también dentro de las relaciones familiares:
«Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios
y la ponen por obra» (Lc 8,21). Por otra parte, en la atención que él
presta a los niños —considerados en la sociedad del antiguo Oriente
próximo como sujetos sin particulares derechos e incluso como objeto de
posesión familiar— Jesús llega al punto de presentarlos a los adultos casi
como maestros, por su confianza simple y espontánea ante los demás:
«En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño
como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18,34).
Un sendero de sufrimiento y de sangre
19. El idilio que manifiesta el Salmo 128 no niega una realidad amarga que
marca todas las Sagradas Escrituras. Es la presencia del dolor, del mal, de
la violencia que rompen la vida de la familia y su íntima comunión de vida y
de amor. Por algo el discurso de Cristo sobre el matrimonio (cf. Mt 19,39)
está inserto dentro de una disputa sobre el divorcio. La Palabra de Dios es
testimonio constante de esta dimensión oscura que se abre ya en los
inicios cuando, con el pecado, la relación de amor y de pureza entre el
varón y la mujer se transforma en un dominio: «Tendrás ansia de tu
marido, y él te dominará» (Gn 3,16).
20. Es un sendero de sufrimiento y de sangre que atraviesa muchas
páginas de la Biblia, a partir de la violencia fratricida de Caín sobre Abel y de
los distintos litigios entre los hijos y entre las esposas de los patriarcas
Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las tragedias que llenan de
sangre a la familia de David, hasta las múltiples dificultades familiares que
surcan la narración de Tobías o la amarga confesión de Job abandonado:
«Ha alejado de mí a mis parientes, mis conocidos me tienen por extraño
[…] Hasta mi vida repugna a mi esposa, doy asco a mis propios
hermanos» (Jb 19,13.17).
21. Jesús mismo nace en una familia modesta que pronto debe huir a una
tierra extranjera. Él entra en la casa de Pedro donde su suegra está
enferma (Mc 1,3031),
se deja involucrar en el drama de la muerte en la
casa de Jairo o en el hogar de Lázaro (cf. Mc 5,2224.3543)
; escucha el grito desesperado de la viuda de Naín ante su hijo muerto (cf. Lc 7,1115),
atiende el clamor del padre del epiléptico en un pequeño pueblo del campo
(cf. Mt 9,913;
Lc 19,110.
Encuentra a publicanos como Mateo o Zaqueo
en sus propias casas, y también a pecadoras, como la mujer que irrumpe
en la casa del fariseo (cf. Lc 7,3650).
Conoce las ansias y las tensiones
de las familias incorporándolas en sus parábolas: desde los hijos que dejan
sus casas para intentar alguna aventura (cf. Lc 15,1132)
hasta los hijos
difíciles con comportamientos inexplicables (cf. Mt 21,2831)
o víctimas de
la violencia (cf. Mc 12,19).
Y se interesa incluso por las bodas que corren
el riesgo de resultar bochornosas por la ausencia de vino (cf. Jn 2,110)
o
por falta de asistencia de los invitados (cf. Mt 22,110),
así como conoce la
pesadilla por la pérdida de una moneda en una familia pobre (cf. Lc 15,810).
22. En este breve recorrido podemos comprobar que la Palabra de Dios no
se muestra como una secuencia de tesis abstractas, sino como una
compañera de viaje también para las familias que están en crisis o en
medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino, cuando Dios
«enjugará las lágrimas de sus ojos. Y a no habrá muerte, ni luto, ni llanto,
ni dolor» (Ap 21,4).
La fatiga de tus manos
23. Al comienzo del Salmo 128, el padre es presentado como un
trabajador, quien con la obra de sus manos puede sostener el bienestar
físico y la serenidad de su familia: «Comerás del trabajo de tus manos,
serás dichoso, te irá bien» (v. 2). Que el trabajo sea una parte
fundamental de la dignidad de la vida humana se deduce de las primeras
páginas de la Biblia, cuando se declara que «Dios tomó al hombre y lo
colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara» (Gn 2,15).
Es la representación del trabajador que transforma la materia y aprovecha
las energías de lo creado, dando luz al «pan de vuestros sudores» (Sal
127,2), además de cultivarse a sí mismo.
24. El trabajo hace posible al mismo tiempo el desarrollo de la sociedad, el
sostenimiento de la familia y también su estabilidad y su fecundidad: «Que
veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida; que veas a los
hijos de tus hijos» (Sal 128,56).
En el libro de los Proverbios también se
hace presente la tarea de la madre de familia, cuyo trabajo se describe en
todas sus particularidades cotidianas, atrayendo la alabanza del esposo y
de los hijos (cf. 31,1031).
El mismo Apóstol Pablo se mostraba orgulloso
de haber vivido sin ser un peso para los demás, porque trabajó con sus
manos y así se aseguró el sustento (cf. Hch 18,3; 1 Co 4,12; 9,12). Tan
convencido estaba de la necesidad del trabajo, que estableció una férrea
norma para sus comunidades: «Si alguno no quiere trabajar, que no
coma» (2 Ts 3,10; cf. 1 Ts 4,11).
25. Dicho esto, se comprende que la desocupación y la precariedad laboral
se transformen en sufrimiento, como se hace notar en el librito de Rut y
como recuerda Jesús en la parábola de los trabajadores sentados, en un
ocio forzado, en la plaza del pueblo (cf. Mt 20,116),
o cómo él lo
experimenta en el mismo hecho de estar muchas veces rodeado de
menesterosos y hambrientos. Es lo que la sociedad está viviendo
trágicamente en muchos países, y esta ausencia de fuentes de trabajo
afecta de diferentes maneras a la serenidad de las familias.
26. Tampoco podemos olvidar la degeneración que el pecado introduce en
la sociedad cuando el ser humano se comporta como tirano ante la
naturaleza, devastándola, usándola de modo egoísta y hasta brutal. Las
consecuencias son al mismo tiempo la desertificación del suelo (cf. Gn
3,1719)
y los desequilibrios económicos y sociales, contra los cuales se
levanta con claridad la voz de los profetas, desde Elías (cf. 1 R 21) hasta
llegar a las palabras que el mismo Jesús pronuncia contra la injusticia (cf.
Lc 12,1321;
16,131).
La ternura del abrazo
27. Cristo ha introducido como emblema de sus discípulos sobre todo la ley
del amor y del don de sí a los demás (cf. Mt 22,39; Jn 13,34), y lo hizo a
través de un principio que un padre o una madre suelen testimoniar en su
propia existencia: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por
sus amigos» (Jn 15,13). Fruto del amor son también la misericordia y el
perdón. En esta línea, es muy emblemática la escena que muestra a una
adúltera en la explanada del templo de Jerusalén, rodeada de sus
acusadores, y luego sola con Jesús que no la condena y la invita a una
vida más digna (cf. Jn 8,111).
28. En el horizonte del amor, central en la experiencia cristiana del
matrimonio y de la familia, se destaca también otra virtud, algo ignorada
en estos tiempos de relaciones frenéticas y superficiales: la ternura.
Acudamos al dulce e intenso Salmo 131. Como se advierte también en
otros textos (cf. Ex 4,22; Is 49,15; Sal 27,10), la unión entre el fiel y su
Señor se expresa con rasgos del amor paterno o materno. Aquí aparece la
delicada y tierna intimidad que existe entre la madre y su niño, un recién
nacido que duerme en los brazos de su madre después de haber sido
amamantado. Se trata —como lo expresa la palabra hebrea gamul— de
un niño ya destetado, que se aferra conscientemente a la madre que lo
lleva en su pecho. Es entonces una intimidad consciente y no meramente
biológica. Por eso el salmista canta: «Tengo mi interior en paz y en silencio,
como un niño destetado en el regazo de su madre» (Sal 131,2). De modo
paralelo, podemos acudir a otra escena, donde el profeta Oseas coloca en
boca de Dios como padre estas palabras conmovedoras: «Cuando Israel
era joven, lo amé […] Y o enseñe a andar a Efraín, lo alzaba en brazos
[…] Con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía; era para ellos
como el que levanta a un niño contra su mejilla, me inclinaba y le daba de
comer» (11,1.34).
29. Con esta mirada, hecha de fe y de amor, de gracia y de compromiso,
de familia humana y de Trinidad divina, contemplamos la familia que la
Palabra de Dios confía en las manos del varón, de la mujer y de los hijos
para que conformen una comunión de personas que sea imagen de la
unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La actividad generativa y
educativa es, a su vez, un reflejo de la obra creadora del Padre. La familia
está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de
Dios y la comunión eucarística para hacer crecer el amor y convertirse
cada vez más en templo donde habita el Espíritu.
30. Ante cada familia se presenta el icono de la familia de Nazaret, con su
cotidianeidad hecha de cansancios y hasta de pesadillas, como cuando
tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes, experiencia que se
repite trágicamente todavía hoy en tantas familias de prófugos desechados
e inermes. Como los magos, las familias son invitadas a contemplar al Niño
y a la Madre, a postrarse y a adorarlo (cf. Mt 2,11). Como María, son
exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos familiares, tristes y
entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las maravillas de
Dios (cf. Lc 2,19.51). En el tesoro del corazón de María están también
todos los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella
conserva cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a interpretarlos para
reconocer en la historia familiar el mensaje de Dios.
Capítulo segundo
REALIDAD Y DESAFÍOS DE LAS FAMILIAS
31. El bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia.
Son incontables los análisis que se han hecho sobre el matrimonio y la
familia, sobre sus dificultades y desafíos actuales. Es sano prestar atención
a la realidad concreta, porque «las exigencias y llamadas del Espíritu Santo
resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia», a través
de los cuales «la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más
profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la familia»[8]. No
pretendo presentar aquí todo lo que podría decirse sobre los diversos
temas relacionados con la familia en el contexto actual. Pero, dado que los
Padres sinodales han dirigido una mirada a la realidad de las familias de
todo el mundo, considero adecuado recoger algunos de sus aportes
pastorales, agregando otras preocupaciones que provienen de mi propia
mirada.
Situación actual de la familia
32. «Fieles a las enseñanzas de Cristo miramos la realidad de la familia hoy
en toda su complejidad, en sus luces y sombras […] El cambio
antropológicocultural
hoy influye en todos los aspectos de la vida y
requiere un enfoque analítico y diversificado»[9]. En el contexto de varias
décadas atrás, los Obispos de España ya reconocían una realidad
doméstica con más espacios de libertad, «con un reparto equitativo de
cargas, responsabilidades y tareas […] Al valorar más la comunicación
personal entre los esposos, se contribuye a humanizar toda la convivencia
familiar […] Ni la sociedad en que vivimos ni aquella hacia la que
caminamos permiten la pervivencia indiscriminada de formas y modelos del
pasado»[10]. Pero «somos conscientes de la dirección que están tomando
los cambios antropológicoculturales,
en razón de los cuales los individuos
son menos apoyados que en el pasado por las estructuras sociales en su
vida afectiva y familiar»[11].
33. Por otra parte, «hay que considerar el creciente peligro que representa
un individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba
por considerar a cada componente de la familia como una isla, haciendo
que prevalezca, en ciertos casos, la idea de un sujeto que se construye
según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto»[12]. «Las
tensiones inducidas por una cultura individualista exagerada de la posesión
y del disfrute generan dentro de las familias dinámicas de intolerancia y
agresividad»[13]. Quisiera agregar el ritmo de vida actual, el estrés, la
organización social y laboral, porque son factores culturales que ponen en
riesgo la posibilidad de opciones permanentes. Al mismo tiempo,
encontramos fenómenos ambiguos. Por ejemplo, se aprecia una
personalización que apuesta por la autenticidad en lugar de reproducir
comportamientos pautados. Es un valor que puede promover las distintas
capacidades y la espontaneidad, pero que, mal orientado, puede crear
actitudes de permanente sospecha, de huida de los compromisos, de
encierro en la comodidad, de arrogancia. La libertad para elegir permite
proyectar la propia vida y cultivar lo mejor de uno mismo, pero si no tiene
objetivos nobles y disciplina personal, degenera en una incapacidad de
donarse generosamente. De hecho, en muchos países donde disminuye el
número de matrimonios, crece el número de personas que deciden vivir
solas, o que conviven sin cohabitar. Podemos destacar también un loable
sentido de justicia; pero, mal entendido, convierte a los ciudadanos en
clientes que sólo exigen prestaciones de servicios.
34. Si estos riesgos se trasladan al modo de entender la familia, esta
puede convertirse en un lugar de paso, al que uno acude cuando le parece
conveniente para sí mismo, o donde uno va a reclamar derechos, mientras
los vínculos quedan abandonados a la precariedad voluble de los deseos y
las circunstancias. En el fondo, hoy es fácil confundir la genuina libertad con
la idea de que cada uno juzga como le parece, como si más allá de los
individuos no hubiera verdades, valores, principios que nos orienten, como
si todo fuera igual y cualquier cosa debiera permitirse. En ese contexto, el
ideal matrimonial, con un compromiso de exclusividad y de estabilidad,
termina siendo arrasado por las conveniencias circunstanciales o por los
caprichos de la sensibilidad. Se teme la soledad, se desea un espacio de
protección y de fidelidad, pero al mismo tiempo crece el temor a ser
atrapado por una relación que pueda postergar el logro de las aspiraciones
personales.
35. Los cristianos no podemos renunciar a proponer el matrimonio con el
fin de no contradecir la sensibilidad actual, para estar a la moda, o por
sentimientos de inferioridad frente al descalabro moral y humano.
Estaríamos privando al mundo de los valores que podemos y debemos
aportar. Es verdad que no tiene sentido quedarnos en una denuncia
retórica de los males actuales, como si con eso pudiéramos cambiar algo.
Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza de la autoridad.
Nos cabe un esfuerzo más responsable y generoso, que consiste en
presentar las razones y las motivaciones para optar por el matrimonio y la
familia, de manera que las personas estén mejor dispuestas a responder a
la gracia que Dios les ofrece.
36. Al mismo tiempo tenemos que ser humildes y realistas, para reconocer
que a veces nuestro modo de presentar las convicciones cristianas, y la
forma de tratar a las personas, han ayudado a provocar lo que hoy
lamentamos, por lo cual nos corresponde una saludable reacción de
autocrítica. Por otra parte, con frecuencia presentamos el matrimonio de
tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el amor y el ideal de
ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi excluyente en el deber
de la procreación. Tampoco hemos hecho un buen acompañamiento de
los nuevos matrimonios en sus primeros años, con propuestas que se
adapten a sus horarios, a sus lenguajes, a sus inquietudes más concretas.
Otras veces, hemos presentado un ideal teológico del matrimonio
demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación
concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales. Esta
idealización excesiva, sobre todo cuando no hemos despertado la
confianza en la gracia, no ha hecho que el matrimonio sea más deseable y
atractivo, sino todo lo contrario.
37. Durante mucho tiempo creímos que con sólo insistir en cuestiones
doctrinales, bioéticas y morales, sin motivar la apertura a la gracia, ya
sosteníamos suficientemente a las familias, consolidábamos el vínculo de
los esposos y llenábamos de sentido sus vidas compartidas. Tenemos
dificultad para presentar al matrimonio más como un camino dinámico de
desarrollo y realización que como un peso a soportar toda la vida. También
nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los fieles, que muchas veces
responden lo mejor posible al Evangelio en medio de sus límites y pueden
desarrollar su propio discernimiento ante situaciones donde se rompen
todos los esquemas. Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a
pretender sustituirlas.
38. Debemos agradecer que la mayor parte de la gente valora las
relaciones familiares que quieren permanecer en el tiempo y que aseguran
el respeto al otro. Por eso, se aprecia que la Iglesia ofrezca espacios de
acompañamiento y asesoramiento sobre cuestiones relacionadas con el
crecimiento del amor, la superación de los conflictos o la educación de los
hijos. Muchos estiman la fuerza de la gracia que experimentan en la
Reconciliación sacramental y en la Eucaristía, que les permite sobrellevar los
desafíos del matrimonio y la familia. En algunos países, especialmente en
distintas partes de África, el secularismo no ha logrado debilitar algunos
valores tradicionales, y en cada matrimonio se produce una fuerte unión
entre dos familias ampliadas, donde todavía se conserva un sistema bien
definido de gestión de conflictos y dificultades. En el mundo actual también
se aprecia el testimonio de los matrimonios que no sólo han perdurado en
el tiempo, sino que siguen sosteniendo un proyecto común y conservan el
afecto. Esto abre la puerta a una pastoral positiva, acogedora, que
posibilita una profundización gradual de las exigencias del Evangelio. Sin
embargo, muchas veces hemos actuado a la defensiva, y gastamos las
energías pastorales redoblando el ataque al mundo decadente, con poca
capacidad proactiva para mostrar caminos de felicidad. Muchos no sienten
que el mensaje de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia haya sido un
claro reflejo de la predicación y de las actitudes de Jesús que, al mismo
tiempo que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva
con los frágiles, como la samaritana o la mujer adúltera.
39. Esto no significa dejar de advertir la decadencia cultural que no
promueve el amor y la entrega. Las consultas previas a los dos últimos
sínodos sacaron a la luz diversos síntomas de la «cultura de lo provisorio».
Me refiero, por ejemplo, a la velocidad con la que las personas pasan de
una relación afectiva a otra. Creen que el amor, como en las redes
sociales, se puede conectar o desconectar a gusto del consumidor e
incluso bloquear rápidamente. Pienso también en el temor que despierta la
perspectiva de un compromiso permanente, en la obsesión por el tiempo
libre, en las relaciones que miden costos y beneficios y se mantienen
únicamente si son un medio para remediar la soledad, para tener
protección o para recibir algún servicio. Se traslada a las relaciones
afectivas lo que sucede con los objetos y el medio ambiente: todo es
descartable, cada uno usa y tira, gasta y rompe, aprovecha y estruja
mientras sirva. Después, ¡adiós! El narcisismo vuelve a las personas
incapaces de mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades.
Pero quien utiliza a los demás tarde o temprano termina siendo utilizado,
manipulado y abandonado con la misma lógica. Llama la atención que las
rupturas se dan muchas veces en adultos mayores que buscan una
especie de «autonomía», y rechazan el ideal de envejecer juntos
cuidándose y sosteniéndose.
40. «Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal
que empuja a muchos jóvenes a no poder formar una familia porque
están privados de oportunidades de futuro. Sin embargo, esa misma
cultura concede a muchos otros, por el contrario, tantas oportunidades,
que también ellos se ven disuadidos de formar una familia»[14]. En
algunos países, muchos jóvenes «a menudo son llevados a posponer la
boda por problemas de tipo económico, laboral o de estudio. A veces, por
otras razones, como la influencia de las ideologías que desvalorizan el
matrimonio y la familia, la experiencia del fracaso de otras parejas a la cual
ellos no quieren exponerse, el miedo hacia algo que consideran demasiado
grande y sagrado, las oportunidades sociales y las ventajas económicas
derivadas de la convivencia, una concepción puramente emocional y
romántica del amor, el miedo de perder su libertad e independencia, el
rechazo de todo lo que es concebido como institucional y burocrático»[15].
Necesitamos encontrar las palabras, las motivaciones y los testimonios que
nos ayuden a tocar las fibras más íntimas de los jóvenes, allí donde son
más capaces de generosidad, de compromiso, de amor e incluso de
heroísmo, para invitarles a aceptar con entusiasmo y valentía el desafío del
matrimonio.
41. Los Padres sinodales se refirieron a las actuales «tendencias culturales
que parecen imponer una efectividad sin límites, […] una afectividad
narcisista, inestable y cambiante que no ayuda siempre a los sujetos a
alcanzar una mayor madurez». Han dicho que están preocupados por
«una cierta difusión de la pornografía y de la comercialización del cuerpo,
favorecida entre otras cosas por un uso desequilibrado de Internet», y por
«la situación de las personas que se ven obligadas a practicar la
prostitución. En este contexto, «los cónyuges se sienten a menudo
inseguros, indecisos y les cuesta encontrar los modos para crecer. Son
muchos los que suelen quedarse en los estadios primarios de la vida
emocional y sexual. La crisis de los esposos desestabiliza la familia y, a
través de las separaciones y los divorcios, puede llegar a tener serias
consecuencias para los adultos, los hijos y la sociedad, debilitando al
individuo y los vínculos sociales»[16]. Las crisis matrimoniales
frecuentemente «se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la
paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y
también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas
parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones
familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana»[17].
42. «Asimismo, el descenso demográfico, debido a una mentalidad
antinatalista y promovido por las políticas mundiales de salud reproductiva,
no sólo determina una situación en la que el sucederse de las generaciones
ya no está asegurado, sino que se corre el riesgo de que con el tiempo
lleve a un empobrecimiento económico y a una pérdida de esperanza en el
futuro. El avance de las biotecnologías también ha tenido un fuerte impacto
sobre la natalidad»[18]. Pueden agregarse otros factores como «la
industrialización, la revolución sexual, el miedo a la superpoblación, los
problemas económicos. La sociedad de consumo también puede disuadir a
las personas de tener hijos sólo para mantener su libertad y estilo de
vida»[19]. Es verdad que la conciencia recta de los esposos, cuando han
sido muy generosos en la comunicación de la vida, puede orientarlos a la
decisión de limitar el número de hijos por motivos suficientemente serios,
pero también, «por amor a esta dignidad de la conciencia, la Iglesia
rechaza con todas sus fuerzas las intervenciones coercitivas del Estado en
favor de la anticoncepción, la esterilización e incluso del aborto»[20]. Estas
medidas son inaceptables incluso en lugares con alta tasa de natalidad,
pero llama la atención que los políticos las alienten también en algunos
países que sufren el drama de una tasa de natalidad muy baja. Como
indicaron los Obispos de Corea, esto es «actuar de un modo contradictorio
y descuidando el propio deber»[21].
43. El debilitamiento de la fe y de la práctica religiosa en algunas
sociedades afecta a las familias y las deja más solas con sus dificultades.
Los Padres afirmaron que «una de las mayores pobrezas de la cultura
actual es la soledad, fruto de la ausencia de Dios en la vida de las
personas y de la fragilidad de las relaciones. Asimismo, hay una sensación
general de impotencia frente a la realidad socioeconómica que a menudo
acaba por aplastar a las familias […] Con frecuencia, las familias se sienten
abandonadas por el desinterés y la poca atención de las instituciones. Las
consecuencias negativas desde el punto de vista de la organización social
son evidentes: de la crisis demográfica a las dificultades educativas, de la
fatiga a la hora de acoger la vida naciente a sentir la presencia de los
ancianos como un peso, hasta el difundirse de un malestar afectivo que a
veces llega a la violencia. El Estado tiene la responsabilidad de crear las
condiciones legislativas y laborales para garantizar el futuro de los jóvenes
y ayudarlos a realizar su proyecto de formar una familia»[22].
44. La falta de una vivienda digna o adecuada suele llevar a postergar la
formalización de una relación. Hay que recordar que «la familia tiene
derecho a una vivienda decente, apta para la vida familiar y proporcionada
al número de sus miembros, en un ambiente físicamente sano, que
ofrezca los servicios básicos para la vida de la familia y de la
comunidad»[23]. Una familia y un hogar son dos cosas que se reclaman
mutuamente. Este ejemplo muestra que tenemos que insistir en los
derechos de la familia, y no sólo en los derechos individuales. La familia es
un bien del cual la sociedad no puede prescindir, pero necesita ser
protegida[24]. La defensa de estos derechos es «una llamada profética en
favor de la institución familiar que debe ser respetada y defendida contra
toda agresión»[25], sobre todo en el contexto actual donde suele ocupar
poco espacio en los proyectos políticos. Las familias tienen, entre otros
derechos, el de «poder contar con una adecuada política familiar por parte
de las autoridades públicas en el terreno jurídico, económico, social y
fiscal»[26]. A veces son dramáticas las angustias de las familias cuando,
frente a la enfermedad de un ser querido, no tienen acceso a servicios
adecuados de salud, o cuando se prolonga el tiempo sin acceder a un
empleo digno. «Las coerciones económicas excluyen el acceso de la familia
a la educación, la vida cultural y la vida social activa. El actual sistema
económico produce diversas formas de exclusión social. Las familias sufren
en particular los problemas relativos al trabajo. Las posibilidades para los
jóvenes son pocas y la oferta de trabajo es muy selectiva y precaria. Las
jornadas de trabajo son largas y, a menudo, agravadas por largos tiempos
de desplazamiento. Esto no ayuda a los miembros de la familia a
encontrarse entre ellos y con los hijos, a fin de alimentar cotidianamente
sus relaciones»[27].
45. «Son muchos los niños que nacen fuera del matrimonio, especialmente
en algunos países, y muchos los que después crecen con uno solo de los
padres o en un contexto familiar ampliado o reconstituido […] Por otro
lado, la explotación sexual de la infancia constituye una de las realidades
más escandalosas y perversas de la sociedad actual. Asimismo, en las
sociedades golpeadas por la violencia a causa de la guerra, del terrorismo o
de la presencia del crimen organizado, se dan situaciones familiares
deterioradas y, sobre todo en las grandes metrópolis y en sus periferias,
crece el llamado fenómeno de los niños de la calle»[28]. El abuso sexual
de los niños se torna todavía más escandaloso cuando ocurre en los
lugares donde deben ser protegidos, particularmente en las familias y en
las escuelas y en las comunidades e instituciones cristianas[29].
46. Las migraciones «representan otro signo de los tiempos que hay que
afrontar y comprender con toda la carga de consecuencias sobre la vida
familiar»[30]. El último Sínodo ha dado una gran importancia a esta
problemática, al expresar que «atañe, en modalidades diversas, a
poblaciones enteras en varias partes del mundo. La Iglesia ha tenido en
este ámbito un papel importante. La necesidad de mantener y desarrollar
este testimonio evangélico (cf. Mt 25,35) aparece hoy más urgente que
nunca […] La movilidad humana, que corresponde al movimiento histórico
natural de los pueblos, puede revelarse una auténtica riqueza, tanto para
la familia que emigra como para el país que la acoge. Otra cosa es la
migración forzada de las familias como consecuencia de situaciones de
guerra, persecuciones, pobreza, injusticia, marcada por las vicisitudes de
un viaje que a menudo pone en riesgo la vida, traumatiza a las personas y
desestabiliza a las familias. El acompañamiento de los migrantes exige una
pastoral específica, dirigida tanto a las familias que emigran como a los
miembros de los núcleos familiares que permanecen en los lugares de
origen. Esto se debe llevar a cabo respetando sus culturas, la formación
religiosa y humana de la que provienen, así como la riqueza espiritual de
sus ritos y tradiciones, también mediante un cuidado pastoral específico
[…] Las experiencias migratorias resultan especialmente dramáticas y
devastadoras, tanto para las familias como para las personas, cuando
tienen lugar fuera de la legalidad y son sostenidas por los circuitos
internacionales de la trata de personas. También cuando conciernen a las
mujeres o a los niños no acompañados, obligados a permanencias
prolongadas en lugares de pasaje entre un país y otro, en campos de
refugiados, donde no es posible iniciar un camino de integración. La
extrema pobreza, y otras situaciones de desintegración, inducen a veces a
las familias incluso a vender a sus propios hijos para la prostitución o el
tráfico de órganos»[31]. «Las persecuciones de los cristianos, así como las
de las minorías étnicas y religiosas, en muchas partes del mundo,
especialmente en Oriente Medio, son una gran prueba: no sólo para la
Iglesia, sino también para toda la comunidad internacional. Todo esfuerzo
debe ser apoyado para facilitar la permanencia de las familias y de las
comunidades cristianas en sus países de origen»[32].
47. Los Padres también dedicaron especial atención «a las familias de las
personas con discapacidad, en las cuales dicho hándicap, que irrumpe en la
vida, genera un desafío, profundo e inesperado, y desbarata los equilibrios,
los deseos y las expectativas […] Merecen una gran admiración las
familias que aceptan con amor la difícil prueba de un niño discapacitado.
Ellas dan a la Iglesia y a la sociedad un valioso testimonio de fidelidad al
don de la vida. La familia podrá descubrir, junto con la comunidad cristiana,
nuevos gestos y lenguajes, formas de comprensión y de identidad, en el
camino de acogida y cuidado del misterio de la fragilidad. Las personas con
discapacidad son para la familia un don y una oportunidad para crecer en el
amor, en la ayuda recíproca y en la unidad […] La familia que acepta con
los ojos de la fe la presencia de personas con discapacidad podrá
reconocer y garantizar la calidad y el valor de cada vida, con sus
necesidades, sus derechos y sus oportunidades. Dicha familia proveerá
asistencia y cuidados, y promoverá compañía y afecto, en cada fase de la
vida»[33]. Quiero subrayar que la atención dedicada tanto a los migrantes
como a las personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque
ambas situaciones son paradigmáticas: ponen especialmente en juego
cómo se vive hoy la lógica de la acogida misericordiosa y de la integración
de los más frágiles.
48. «La mayoría de las familias respeta a los ancianos, los rodea de cariño
y los considera una bendición. Un agradecimiento especial hay que dirigirlo
a las asociaciones y movimientos familiares que trabajan en favor de los
ancianos, en lo espiritual y social […] En las sociedades altamente
industrializadas, donde su número va en aumento, mientras que la tasa de
natalidad disminuye, estos corren el riesgo de ser percibidos como un
peso. Por otro lado, los cuidados que requieren a menudo ponen a dura
prueba a sus seres queridos»[34]. «Valorar la fase conclusiva de la vida es
todavía más necesario hoy, porque en la sociedad actual se trata de
cancelar de todos los modos posibles el momento del tránsito. La fragilidad
y la dependencia del anciano a veces son injustamente explotadas para
sacar ventaja económica. Numerosas familias nos enseñan que se pueden
afrontar los últimos años de la vida valorizando el sentido del cumplimiento
y la integración de toda la existencia en el misterio pascual. Un gran
número de ancianos es acogido en estructuras eclesiales, donde pueden
vivir en un ambiente sereno y familiar en el plano material y espiritual. La
eutanasia y el suicidio asistido son graves amenazas para las familias de
todo el mundo. Su práctica es legal en muchos países. La Iglesia, mientras
se opone firmemente a estas prácticas, siente el deber de ayudar a las
familias que cuidan de sus miembros ancianos y enfermos»[35].
49. Quiero destacar la situación de las familias sumidas en la miseria,
castigadas de tantas maneras, donde los límites de la vida se viven de
forma lacerante. Si todos tienen dificultades, en un hogar muy pobre se
vuelven más duras[36]. Por ejemplo, si una mujer debe criar sola a su
hijo, por una separación o por otras causas, y debe trabajar sin la
posibilidad de dejarlo con otra persona, el niño crece en un abandono que
lo expone a todo tipo de riesgos, y su maduración personal queda
comprometida. En las difíciles situaciones que viven las personas más
necesitadas, la Iglesia debe tener un especial cuidado para comprender,
consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas como si
fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se sientan
juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está llamada a
acercarles la misericordia de Dios. De ese modo, en lugar de ofrecer la
fuerza sanadora de la gracia y la luz del Evangelio, algunos quieren
«adoctrinarlo», convertirlo en «piedras muertas para lanzarlas contra los
demás»[37].
Algunos desafíos
50. Las respuestas recibidas a las dos consultas efectuadas durante el
camino sinodal, mencionaron las más diversas situaciones que plantean
nuevos desafíos. Además de las ya indicadas, muchos se han referido a la
función educativa, que se ve dificultada, entre otras causas, porque los
padres llegan a su casa cansados y sin ganas de conversar, en muchas
familias ya ni siquiera existe el hábito de comer juntos, y crece una gran
variedad de ofertas de distracción además de la adicción a la televisión.
Esto dificulta la transmisión de la fe de padres a hijos. Otros indicaron que
las familias suelen estar enfermas por una enorme ansiedad. Parece haber
más preocupación por prevenir problemas futuros que por compartir el
presente. Esto, que es una cuestión cultural, se agrava debido a un futuro
profesional incierto, a la inseguridad económica, o al temor por el porvenir
de los hijos.
51. También se mencionó la drogodependencia como una de las plagas de
nuestra época, que hace sufrir a muchas familias, y no pocas veces
termina destruyéndolas. Algo semejante ocurre con el alcoholismo, el juego
y otras adicciones. La familia podría ser el lugar de la prevención y de la
contención, pero la sociedad y la política no terminan de percatarse de que
una familia en riesgo «pierde la capacidad de reacción para ayudar a sus
miembros […] Notamos las graves consecuencias de esta ruptura en
familias destrozadas, hijos desarraigados, ancianos abandonados, niños
huérfanos de padres vivos, adolescentes y jóvenes desorientados y sin
reglas»[38]. Como indicaron los Obispos de México, hay tristes situaciones
de violencia familiar que son caldo de cultivo para nuevas formas de
agresividad social, porque «las relaciones familiares también explican la
predisposición a una personalidad violenta. Las familias que influyen para
ello son las que tienen una comunicación deficiente; en las que predominan
actitudes defensivas y sus miembros no se apoyan entre sí; en las que no
hay actividades familiares que propicien la participación; en las que las
relaciones de los padres suelen ser conflictivas y violentas, y en las que las
relaciones paternofiliales
se caracterizan por actitudes hostiles. La violencia
intrafamiliar es escuela de resentimiento y odio en las relaciones humanas
básicas»[39].
52. Nadie puede pensar que debilitar a la familia como sociedad natural
fundada en el matrimonio es algo que favorece a la sociedad. Ocurre lo
contrario: perjudica la maduración de las personas, el cultivo de los valores
comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y de los pueblos. Y a no
se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un
varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un
compromiso estable y por hacer posible la fecundidad. Debemos reconocer
la gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar cierta
estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo,
por ejemplo, no pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión
precaria o cerrada a la comunicación de la vida nos asegura el futuro de la
sociedad. Pero ¿quiénes se ocupan hoy de fortalecer los matrimonios, de
ayudarles a superar los riesgos que los amenazan, de acompañarlos en su
rol educativo, de estimular la estabilidad de la unión conyugal?
53. «En algunas sociedades todavía está en vigor la práctica de la
poligamia; en otros contextos permanece la práctica de los matrimonios
combinados […] En numerosos contextos, y no sólo occidentales, se está
ampliamente difundiendo la praxis de la convivencia que precede al
matrimonio, así como convivencias no orientadas a asumir la forma de un
vínculo institucional»[40]. En varios países, la legislación facilita el avance de
una multiplicidad de alternativas, de manera que un matrimonio con notas
de exclusividad, indisolubilidad y apertura a la vida termina apareciendo
como una oferta anticuada entre muchas otras. Avanza en muchos países
una deconstrucción jurídica de la familia que tiende a adoptar formas
basadas casi exclusivamente en el paradigma de la autonomía de la
voluntad. Si bien es legítimo y justo que se rechacen viejas formas de
familia «tradicional», caracterizadas por el autoritarismo e incluso por la
violencia, esto no debería llevar al desprecio del matrimonio sino al
redescubrimiento de su verdadero sentido y a su renovación. La fuerza de
la familia «reside esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a
amar. Por muy herida que pueda estar una familia, esta puede crecer
gracias al amor»[41].
54. En esta breve mirada a la realidad, deseo resaltar que, aunque hubo
notables mejoras en el reconocimiento de los derechos de la mujer y en su
participación en el espacio público, todavía hay mucho que avanzar en
algunos países. No se terminan de erradicar costumbres inaceptables.
Destaco la vergonzosa violencia que a veces se ejerce sobre las mujeres,
el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud que no constituyen una
muestra de fuerza masculina sino una cobarde degradación. La violencia
verbal, física y sexual que se ejerce contra las mujeres en algunos
matrimonios contradice la naturaleza misma de la unión conyugal. Pienso
en la grave mutilación genital de la mujer en algunas culturas, pero
también en la desigualdad del acceso a puestos de trabajo dignos y a los
lugares donde se toman las decisiones. La historia lleva las huellas de los
excesos de las culturas patriarcales, donde la mujer era considerada de
segunda clase, pero recordemos también el alquiler de vientres o «la
instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual
cultura mediática»[42]. Hay quienes consideran que muchos problemas
actuales han ocurrido a partir de la emancipación de la mujer. Pero este
argumento no es válido, «es una falsedad, no es verdad. Es una forma de
machismo»[43]. La idéntica dignidad entre el varón y la mujer nos mueve
a alegrarnos de que se superen viejas formas de discriminación, y de que
en el seno de las familias se desarrolle un ejercicio de reciprocidad. Si
surgen formas de feminismo que no podamos considerar adecuadas,
igualmente admiramos una obra del Espíritu en el reconocimiento más claro
de la dignidad de la mujer y de sus derechos.
55. El varón «juega un papel igualmente decisivo en la vida familiar,
especialmente en la protección y el sostenimiento de la esposa y los hijos
[…] Muchos hombres son conscientes de la importancia de su papel en la
familia y lo viven con el carácter propio de la naturaleza masculina. La
ausencia del padre marca severamente la vida familiar, la educación de los
hijos y su integración en la sociedad. Su ausencia puede ser física,
afectiva, cognitiva y espiritual. Esta carencia priva a los niños de un modelo
apropiado de conducta paterna»[44].
56. Otro desafío surge de diversas formas de una ideología,
genéricamente llamada gender, que «niega la diferencia y la reciprocidad
natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias
de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta ideología
lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una
identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de
la diversidad biológica entre hombre y mujer. La identidad humana viene
determinada por una opción individualista, que también cambia con el
tiempo»[45]. Es inquietante que algunas ideologías de este tipo, que
pretenden responder a ciertas aspiraciones a veces comprensibles,
procuren imponerse como un pensamiento único que determine incluso la
educación de los niños. No hay que ignorar que «el sexo biológico (sex) y
el papel sociocultural del sexo (gender), se pueden distinguir pero no
separar»[46]. Por otra parte, «la revolución biotecnológica en el campo de
la procreación humana ha introducido la posibilidad de manipular el acto
generativo, convirtiéndolo en independiente de la relación sexual entre
hombre y mujer. De este modo, la vida humana, así como la paternidad y
la maternidad, se han convertido en realidades componibles y
descomponibles, sujetas principalmente a los deseos de los individuos o de
las parejas»[47]. Una cosa es comprender la fragilidad humana o la
complejidad de la vida, y otra cosa es aceptar ideologías que pretenden
partir en dos los aspectos inseparables de la realidad. No caigamos en el
pecado de pretender sustituir al Creador. Somos creaturas, no somos
omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Al
mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso
significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido creada.
57. Doy gracias a Dios porque muchas familias, que están lejos de
considerarse perfectas, viven en el amor, realizan su vocación y siguen
adelante, aunque caigan muchas veces a lo largo del camino. A partir de
las reflexiones sinodales no queda un estereotipo de la familia ideal, sino un
interpelante «collage» formado por tantas realidades diferentes, colmadas
de gozos, dramas y sueños. Las realidades que nos preocupan son
desafíos. No caigamos en la trampa de desgastarnos en lamentos
autodefensivos, en lugar de despertar una creatividad misionera. En todas
las situaciones, «la Iglesia siente la necesidad de decir una palabra de
verdad y de esperanza […] Los grandes valores del matrimonio y de la
familia cristiana corresponden a la búsqueda que impregna la existencia
humana»[48]. Si constatamos muchas dificultades, ellas son —como
dijeron los Obispos de Colombia— un llamado a «liberar en nosotros las
energías de la esperanza traduciéndolas en sueños proféticos, acciones
transformadoras e imaginación de la caridad»[49].
Capítulo tercero
LA MIRADA PUESTA EN JESÚS: VOCACIÓN DE LA FAMILIA
58. Ante las familias, y en medio de ellas, debe volver a resonar siempre el
primer anuncio, que es «lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al
mismo tiempo lo más necesario»[50], y «debe ocupar el centro de la
actividad evangelizadora»[51]. Es el anuncio principal, «ese que siempre
hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay
que volver a anunciar de una forma o de otra»[52]. Porque «nada hay
más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese
anuncio» y «toda formación cristiana es ante todo la profundización del
kerygma»[53].
59. Nuestra enseñanza sobre el matrimonio y la familia no puede dejar de
inspirarse y de transfigurarse a la luz de este anuncio de amor y de
ternura, para no convertirse en una mera defensa de una doctrina fría y
sin vida. Porque tampoco el misterio de la familia cristiana puede
entenderse plenamente si no es a la luz del infinito amor del Padre, que se
manifestó en Cristo, que se entregó hasta el fin y vive entre nosotros. Por
eso, quiero contemplar a Cristo vivo presente en tantas historias de amor,
e invocar el fuego del Espíritu sobre todas las familias del mundo.
60. Dentro de ese marco, este breve capítulo recoge una síntesis de la
enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia. También aquí
citaré varios aportes presentados por los Padres sinodales en sus
consideraciones sobre la luz que nos ofrece la fe. Ellos partieron de la
mirada de Jesús e indicaron que él «miró a las mujeres y a los hombres
con los que se encontró con amor y ternura, acompañando sus pasos con
verdad, paciencia y misericordia, al anunciar las exigencias del Reino de
Dios»[54]. Así también, el Señor nos acompaña hoy en nuestro interés por
vivir y transmitir el Evangelio de la familia.
Jesús recupera y lleva a su plenitud el proyecto divino
61. Frente a quienes prohibían el matrimonio, el Nuevo Testamento
enseña que «todo lo que Dios ha creado es bueno; no hay que desechar
nada» (1 Tt 4,4). El matrimonio es un «don» del Señor (cf. 1 Co 7,7). Al
mismo tiempo, por esa valoración positiva, se pone un fuerte énfasis en
cuidar este don divino: «Respeten el matrimonio, el lecho nupcial» (Hb
13,4). Ese regalo de Dios incluye la sexualidad: «No os privéis uno del
otro» (1 Co 7,5).
62. Los Padres sinodales recordaron que Jesús «refiriéndose al designio
primigenio sobre el hombre y la mujer, reafirma la unión indisoluble entre
ellos, si bien diciendo que “por la dureza de vuestro corazón os permitió
Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así” (Mt
19,8). La indisolubilidad del matrimonio —“lo que Dios ha unido, que no lo
separe el hombre” (Mt 19,6)— no hay que entenderla ante todo como un
“yugo” impuesto a los hombres sino como un “don” hecho a las personas
unidas en matrimonio […] La condescendencia divina acompaña siempre el
camino humano, sana y transforma el corazón endurecido con su gracia,
orientándolo hacia su principio, a través del camino de la cruz. De los
Evangelios emerge claramente el ejemplo de Jesús, que […] anunció el
mensaje concerniente al significado del matrimonio como plenitud de la
revelación que recupera el proyecto originario de Dios (cf. Mt 19,3)»[55].
63. «Jesús, que reconcilió cada cosa en sí misma, volvió a llevar el
matrimonio y la familia a su forma original (cf. Mc 10,112).
La familia y el
matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,2132),
restaurados a
imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que brota todo amor
verdadero. La alianza esponsal, inaugurada en la creación y revelada en la
historia de la salvación, recibe la plena revelación de su significado en Cristo
y en su Iglesia. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia
reciben la gracia necesaria para testimoniar el amor de Dios y vivir la vida
de comunión. El Evangelio de la familia atraviesa la historia del mundo,
desde la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,2627)
hasta el cumplimiento del misterio de la Alianza en Cristo al final de los
siglos con las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9)»[56].
64. «El ejemplo de Jesús es un paradigma para la Iglesia […] Él inició su
vida pública con el milagro en la fiesta nupcial en Caná (cf. Jn 2,111)
[…]
Compartió momentos cotidianos de amistad con la familia de Lázaro y sus
hermanas (cf. Lc 10,38) y con la familia de Pedro (cf. Mt 8,14). Escuchó
el llanto de los padres por sus hijos, devolviéndoles la vida (cf. Mc 5,41; Lc
7,1415),
y mostrando así el verdadero sentido de la misericordia, la cual
implica el restablecimiento de la Alianza (cf. Juan Pablo II, Dives in
misericordia, 4). Esto aparece claramente en los encuentros con la mujer
samaritana (cf. Jn 4,130)
y con la adúltera (cf. Jn 8,111),
en los que la
percepción del pecado se despierta de frente al amor gratuito de
Jesús»[57].
65. La encarnación del Verbo en una familia humana, en Nazaret,
conmueve con su novedad la historia del mundo. Necesitamos
sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de María al
anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en el sí
de José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María; en la fiesta
de los pastores junto al pesebre, en la adoración de los Magos; en fuga a
Egipto, en la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado,
perseguido y humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la alegría
que acompaña el nacimiento de Juan el Bautista, en la promesa cumplida
para Simeón y Ana en el templo, en la admiración de los doctores de la ley
escuchando la sabiduría de Jesús adolescente. Y luego, penetrar en los
treinta largos años donde Jesús se ganaba el pan trabajando con sus
manos, susurrando la oración y la tradición creyente de su pueblo y
educándose en la fe de sus padres, hasta hacerla fructificar en el misterio
del Reino. Este es el misterio de la Navidad y el secreto de Nazaret, lleno
de perfume a familia. Es el misterio que tanto fascinó a Francisco de Asís,
a Teresa del Niño Jesús y a Carlos de Foucauld, del cual beben también las
familias cristianas para renovar su esperanza y su alegría.
66. «La alianza de amor y fidelidad, de la cual vive la Sagrada Familia de
Nazaret, ilumina el principio que da forma a cada familia, y la hace capaz
de afrontar mejor las vicisitudes de la vida y de la historia. Sobre esta
base, cada familia, a pesar de su debilidad, puede llegar a ser una luz en la
oscuridad del mundo. “Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que
es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su
carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su
pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología” (Pablo
VI, Discurso en Nazaret, 5 enero 1964)»[58].
La familia en los documentos de la Iglesia
67. El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium
et spes, se ocupó de «la promoción de la dignidad del matrimonio y la
familia» (cf. 4752).
Definió el matrimonio como comunidad de vida y de
amor (cf. 48), poniendo el amor en el centro de la familia […] El
“verdadero amor entre marido y mujer” (49) implica la entrega mutua,
incluye e integra la dimensión sexual y la afectividad, conformemente al
designio divino (cf. 4849).
Además, subraya el arraigo en Cristo de los
esposos: Cristo Señor “sale al encuentro de los esposos cristianos en el
sacramento del matrimonio” (48), y permanece con ellos. En la
encarnación, él asume el amor humano, lo purifica, lo lleva a plenitud, y
dona a los esposos, con su Espíritu, la capacidad de vivirlo, impregnando
toda su vida de fe, esperanza y caridad. De este modo, los esposos son
consagrados y, mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y
constituyen una iglesia doméstica (cf. Lumen gentium, 11), de manera
que la Iglesia, para comprender plenamente su misterio, mira a la familia
cristiana, que lo manifiesta de modo genuino»[59].
68. Luego, «siguiendo las huellas del Concilio Vaticano II, el beato Pablo VI
profundizó la doctrina sobre el matrimonio y la familia. En particular, con la
Encíclica Humanae vitae, puso de relieve el vínculo íntimo entre amor
conyugal y procreación: “El amor conyugal exige a los esposos una
conciencia de su misión de paternidad responsable sobre la que hoy tanto
se insiste con razón y que hay que comprender exactamente […] El
ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges
reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo
mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de
valores” (10). En la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, el beato
Pablo VI evidenció la relación entre la familia y la Iglesia»[60].
69. «San Juan Pablo II dedicó especial atención a la familia mediante sus
catequesis sobre el amor humano, la Carta a las familias Gratissimam sane
y sobre todo con la Exhortación apostólica Familiaris consortio. En esos
documentos, el Pontífice definió a la familia “vía de la Iglesia”; ofreció una
visión de conjunto sobre la vocación al amor del hombre y la mujer;
propuso las líneas fundamentales para la pastoral de la familia y para la
presencia de la familia en la sociedad. En particular, tratando de la caridad
conyugal (cf. Familiaris consortio, 13), describió el modo cómo los
cónyuges, en su mutuo amor, reciben el don del Espíritu de Cristo y viven
su llamada a la santidad»[61].
70. «Benedicto XVI, en la Encíclica Deus caritas est, retomó el tema de la
verdad del amor entre hombre y mujer, que se ilumina plenamente sólo a
la luz del amor de Cristo crucificado (cf. n. 2). Él recalca que “el matrimonio
basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la
relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se
convierte en la medida del amor humano” (11). Además, en la Encíclica
Caritas in veritate, pone de relieve la importancia del amor como principio
de vida en la sociedad (cf. n. 44), lugar en el que se aprende la
experiencia del bien común»[62].
El sacramento del matrimonio
71. «La Sagrada Escritura y la Tradición nos revelan la Trinidad con
características familiares. La familia es imagen de Dios, que […] es
comunión de personas. En el bautismo, la voz del Padre llamó a Jesús Hijo
amado, y en este amor podemos reconocer al Espíritu Santo (cf. Mc 1,1011).
Jesús, que reconcilió en sí cada cosa y ha redimido al hombre del
pecado, no sólo volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original,
sino que también elevó el matrimonio a signo sacramental de su amor por
la Iglesia (cf. Mt 19,112;
Mc 10,112;
Ef 5,2132).
En la familia humana,
reunida en Cristo, está restaurada la “imagen y semejanza” de la
Santísima Trinidad (cf. Gn 1,26), misterio del que brota todo amor
verdadero. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben
la gracia necesaria para testimoniar el Evangelio del amor de Dios»[63].
72. El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito
vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don
para la santificación y la salvación de los esposos, porque «su recíproca
pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la
misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el
recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció en la cruz; son el
uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el
sacramento les hace partícipes»[64]. El matrimonio es una vocación, en
cuanto que es una respuesta al llamado específico a vivir el amor conyugal
como signo imperfecto del amor entre Cristo y la Iglesia. Por lo tanto, la
decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un
discernimiento vocacional.
73. «El don recíproco constitutivo del matrimonio sacramental arraiga en la
gracia del bautismo, que establece la alianza fundamental de toda persona
con Cristo en la Iglesia. En la acogida mutua, y con la gracia de Cristo, los
novios se prometen entrega total, fidelidad y apertura a la vida, y además
reconocen como elementos constitutivos del matrimonio los dones que
Dios les ofrece, tomando en serio su mutuo compromiso, en su nombre y
frente a la Iglesia. Ahora bien, la fe permite asumir los bienes del
matrimonio como compromisos que se pueden sostener mejor mediante la
ayuda de la gracia del sacramento […] Por lo tanto, la mirada de la Iglesia
se dirige a los esposos como al corazón de toda la familia, que a su vez
dirige su mirada hacia Jesús»[65]. El sacramento no es una «cosa» o una
«fuerza», porque en realidad Cristo mismo «mediante el sacramento del
matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos (cf. Gaudium et
spes, 48). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su
cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente,
de llevar unos las cargas de los otros»[66]. El matrimonio cristiano es un
signo que no sólo indica cuánto amó Cristo a su Iglesia en la Alianza sellada
en la cruz, sino que hace presente ese amor en la comunión de los
esposos. Al unirse ellos en una sola carne, representan el desposorio del
Hijo de Dios con la naturaleza humana. Por eso «en las alegrías de su
amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del
banquete de las bodas del Cordero»[67]. Aunque «la analogía entre la
pareja maridomujer
y CristoIglesia
» es una «analogía imperfecta»[68],
invita a invocar al Señor para que derrame su propio amor en los límites de
las relaciones conyugales.
74. La unión sexual, vivida de modo humano y santificada por el
sacramento, es a su vez camino de crecimiento en la vida de la gracia
para los esposos. Es el «misterio nupcial»[69]. El valor de la unión de los
cuerpos está expresado en las palabras del consentimiento, donde se
aceptaron y se entregaron el uno al otro para compartir toda la vida. Esas
palabras otorgan un significado a la sexualidad y la liberan de cualquier
ambigüedad. Pero, en realidad, toda la vida en común de los esposos,
toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos y con el
mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del sacramento que
brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua, donde Dios expresó
todo su amor por la humanidad y se unió íntimamente a ella. Nunca
estarán solos con sus propias fuerzas para enfrentar los desafíos que se
presenten. Ellos están llamados a responder al don de Dios con su
empeño, su creatividad, su resistencia y su lucha cotidiana, pero siempre
podrán invocar al Espíritu Santo que ha consagrado su unión, para que la
gracia recibida se manifieste nuevamente en cada nueva situación.
75. Según la tradición latina de la Iglesia, en el sacramento del matrimonio
los ministros son el varón y la mujer que se casan[70], quienes, al
manifestar su consentimiento y expresarlo en su entrega corpórea, reciben
un gran don. Su consentimiento y la unión de sus cuerpos son los
instrumentos de la acción divina que los hace una sola carne. En el
bautismo quedó consagrada su capacidad de unirse en matrimonio como
ministros del Señor para responder al llamado de Dios. Por eso, cuando
dos cónyuges no cristianos se bautizan, no es necesario que renueven la
promesa matrimonial, y basta que no la rechacen, ya que por el bautismo
que reciben esa unión se vuelve automáticamente sacramental. El Derecho
canónico también reconoce la validez de algunos matrimonios que se
celebran sin un ministro ordenado[71]. En efecto, el orden natural ha sido
asumido por la redención de Jesucristo, de tal manera que, «entre
bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por
eso mismo sacramento»[72]. La Iglesia puede exigir la publicidad del acto,
la presencia de testigos y otras condiciones que han ido variando a lo largo
de la historia, pero eso no quita a los dos que se casan su carácter de
ministros del sacramento ni debilita la centralidad del consentimiento del
varón y la mujer, que es lo que de por sí establece el vínculo sacramental.
De todos modos, necesitamos reflexionar más acerca de la acción divina
en el rito nupcial, que aparece muy destacada en las Iglesias orientales, al
resaltar la importancia de la bendición sobre los contrayentes como signo
del don del Espíritu.
Semillas del Verbo y situaciones imperfectas
76. «El Evangelio de la familia alimenta también estas semillas que todavía
esperan madurar, y tiene que hacerse cargo de los árboles que han
perdido vitalidad y necesitan que no se les descuide»[73], de manera que,
partiendo del don de Cristo en el sacramento, «sean conducidos
pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a una
integración más plena de este misterio en su vida»[74].
77. Asumiendo la enseñanza bíblica, según la cual todo fue creado por
Cristo y para Cristo (cf. Col 1,16), los Padres sinodales recordaron que «el
orden de la redención ilumina y cumple el de la creación. El matrimonio
natural, por lo tanto, se comprende plenamente a la luz de su
cumplimiento sacramental: sólo fijando la mirada en Cristo se conoce
profundamente la verdad de las relaciones humanas. “En realidad, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado
[…] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la grandeza de su vocación” (Gaudium et spes, 22). Resulta
particularmente oportuno comprender en clave cristocéntrica […] el bien
de los cónyuges (bonum coniugum)»[75], que incluye la unidad, la
apertura a la vida, la fidelidad y la indisolubilidad, y dentro del matrimonio
cristiano también la ayuda mutua en el camino hacia la más plena amistad
con el Señor. «El discernimiento de la presencia de los semina Verbi en las
otras culturas (cf. Ad gentes divinitus, 11) también se puede aplicar a la
realidad matrimonial y familiar. Fuera del verdadero matrimonio natural
también hay elementos positivos en las formas matrimoniales de otras
tradiciones religiosas»[76], aunque tampoco falten las sombras. Podemos
decir que «toda persona que quiera traer a este mundo una familia, que
enseñe a los niños a alegrarse por cada acción que tenga como propósito
vencer el mal —una familia que muestra que el Espíritu está vivo y
actuante— encontrará gratitud y estima, no importando el pueblo, o la
religión o la región a la que pertenezca»[77].
78. «La mirada de Cristo, cuya luz alumbra a todo hombre (cf. Jn1,9;
Gaudium et spes, 22) inspira el cuidado pastoral de la Iglesia hacia los fieles
que simplemente conviven, quienes han contraído matrimonio sólo civil o
los divorciados vueltos a casar. Con el enfoque de la pedagogía divina, la
Iglesia mira con amor a quienes participan en su vida de modo imperfecto:
pide para ellos la gracia de la conversión; les infunde valor para hacer el
bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y para estar al servicio
de la comunidad en la que viven y trabajan […] Cuando la unión alcanza
una estabilidad notable mediante un vínculo público —y está connotada de
afecto profundo, de responsabilidad por la prole, de capacidad de superar
las pruebas— puede ser vista como una oportunidad para acompañar
hacia el sacramento del matrimonio, allí donde sea posible»[78].
79. «Frente a situaciones difíciles y familias heridas, siempre es necesario
recordar un principio general: “Los pastores, por amor a la verdad, están
obligados a discernir bien las situaciones” (Familiaris consortio, 84). El grado
de responsabilidad no es igual en todos los casos, y puede haber factores
que limitan la capacidad de decisión. Por lo tanto, al mismo tiempo que la
doctrina se expresa con claridad, hay que evitar los juicios que no toman
en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar
atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su
condición»[79].
Transmisión de la vida y educación de los hijos
80. El matrimonio es en primer lugar una «íntima comunidad conyugal de
vida y amor»[80], que constituye un bien para los mismos esposos[81], y
la sexualidad «está ordenada al amor conyugal del hombre y la
mujer»[82]. Por eso, también «los esposos a los que Dios no ha
concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido,
humana y cristianamente»[83]. No obstante, esta unión está ordenada a
la generación «por su propio carácter natural»[84]. El niño que llega «no
viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón
mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento»[85]. No
aparece como el final de un proceso, sino que está presente desde el inicio
del amor como una característica esencial que no puede ser negada sin
mutilar al mismo amor. Desde el comienzo, el amor rechaza todo impulso
de cerrarse en sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más
allá de su propia existencia. Entonces, ningún acto genital de los esposos
puede negar este significado[86], aunque por diversas razones no siempre
pueda de hecho engendrar una nueva vida.
81. El hijo reclama nacer de ese amor, y no de cualquier manera, ya que
él «no es un derecho sino un don»[87], que es «el fruto del acto
específico del amor conyugal de sus padres»[88]. Porque «según el orden
de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una mujer y la
transmisión de la vida están ordenados recíprocamente (cf. Gn 1,2728).
De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la
obra de su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su amor,
confiando a su responsabilidad el futuro de la humanidad a través de la
transmisión de la vida humana»[89].
82. Los Padres sinodales han mencionado que «no es difícil constatar que
se está difundiendo una mentalidad que reduce la generación de la vida a
una variable de los proyectos individuales o de los cónyuges»[90]. La
enseñanza de la Iglesia «ayuda a vivir de manera armoniosa y consciente
la comunión entre los cónyuges, en todas sus dimensiones, junto a la
responsabilidad generativa. Es preciso redescubrir el mensaje de la Encíclica
Humanae vitae de Pablo VI, que hace hincapié en la necesidad de respetar
la dignidad de la persona en la valoración moral de los métodos de
regulación de la natalidad […] La opción de la adopción y de la acogida
expresa una fecundidad particular de la experiencia conyugal»[91]. Con
particular gratitud, la Iglesia «sostiene a las familias que acogen, educan y
rodean con su afecto a los hijos diversamente hábiles»[92].
83. En este contexto, no puedo dejar de decir que, si la familia es el
santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada,
constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar donde
la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una vida
humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que
crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear
como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones
con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser
un objeto de dominio de otro ser humano. La familia protege la vida en
todas sus etapas y también en su ocaso. Por eso, «a quienes trabajan en
las estructuras sanitarias se les recuerda la obligación moral de la objeción
de conciencia. Del mismo modo, la Iglesia no sólo siente la urgencia de
afirmar el derecho a la muerte natural, evitando el ensañamiento
terapéutico y la eutanasia», sino también «rechaza con firmeza la pena de
muerte»[93].
84. Los Padres quisieron enfatizar también que «uno de los desafíos
fundamentales frente al que se encuentran las familias de hoy es
seguramente el desafío educativo, todavía más arduo y complejo a causa
de la realidad cultural actual y de la gran influencia de los medios de
comunicación»[94]. «La Iglesia desempeña un rol precioso de apoyo a las
familias, partiendo de la iniciación cristiana, a través de comunidades
acogedoras»[95]. Pero me parece muy importante recordar que la
educación integral de los hijos es «obligación gravísima», a la vez que
«derecho primario» de los padres[96]. No es sólo una carga o un peso,
sino también un derecho esencial e insustituible que están llamados a
defender y que nadie debería pretender quitarles. El Estado ofrece un
servicio educativo de manera subsidiaria, acompañando la función
indelegable de los padres, que tienen derecho a poder elegir con libertad el
tipo de educación —accesible y de calidad— que quieran dar a sus hijos
según sus convicciones. La escuela no sustituye a los padres sino que los
complementa. Este es un principio básico: «Cualquier otro colaborador en el
proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consenso
y, en cierta medida, incluso por encargo suyo»[97]. Pero «se ha abierto
una brecha entre familia y sociedad, entre familia y escuela, el pacto
educativo hoy se ha roto; y así, la alianza educativa de la sociedad con la
familia ha entrado en crisis»[98].
85. La Iglesia está llamada a colaborar, con una acción pastoral adecuada,
para que los propios padres puedan cumplir con su misión educativa.
Siempre debe hacerlo ayudándoles a valorar su propia función, y a
reconocer que quienes han recibido el sacramento del matrimonio se
convierten en verdaderos ministros educativos, porque cuando forman a
sus hijos edifican la Iglesia[99], y al hacerlo aceptan una vocación que Dios
les propone[100].
La familia y la Iglesia
86. «Con íntimo gozo y profunda consolación, la Iglesia mira a las familias
que permanecen fieles a las enseñanzas del Evangelio, agradeciéndoles el
testimonio que dan y alentándolas. Gracias a ellas, en efecto, se hace
creíble la belleza del matrimonio indisoluble y fiel para siempre. En la familia,
“que se podría llamar iglesia doméstica” (Lumen gentium, 11), madura la
primera experiencia eclesial de la comunión entre personas, en la que se
refleja, por gracia, el misterio de la Santa Trinidad. “Aquí se aprende la
paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso,
incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la
ofrenda de la propia vida” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1657)»[101].
87. La Iglesia es familia de familias, constantemente enriquecida por la vida
de todas las iglesias domésticas. Por lo tanto, «en virtud del sacramento
del matrimonio cada familia se convierte, a todos los efectos, en un bien
para la Iglesia. En esta perspectiva, ciertamente también será un don
valioso, para el hoy de la Iglesia, considerar la reciprocidad entre familia e
Iglesia: la Iglesia es un bien para la familia, la familia es un bien para la
Iglesia. Custodiar este don sacramental del Señor corresponde no sólo a la
familia individualmente sino a toda la comunidad cristiana»[102].
88. El amor vivido en las familias es una fuerza constante para la vida de la
Iglesia. «El fin unitivo del matrimonio es una llamada constante a
acrecentar y profundizar este amor. En su unión de amor los esposos
experimentan la belleza de la paternidad y la maternidad; comparten
proyectos y fatigas, deseos y aficiones; aprenden a cuidarse el uno al otro
y a perdonarse mutuamente. En este amor celebran sus momentos felices
y se apoyan en los episodios difíciles de su historia de vida […] La belleza
del don recíproco y gratuito, la alegría por la vida que nace y el cuidado
amoroso de todos sus miembros, desde los pequeños a los ancianos, son
sólo algunos de los frutos que hacen única e insustituible la respuesta a la
vocación de la familia»[103], tanto para la Iglesia como para la sociedad
entera.
Capítulo cuarto
EL AMOR EN EL MATRIMONIO
89. Todo lo dicho no basta para manifestar el evangelio del matrimonio y
de la familia si no nos detenemos especialmente a hablar de amor. Porque
no podremos alentar un camino de fidelidad y de entrega recíproca si no
estimulamos el crecimiento, la consolidación y la profundización del amor
conyugal y familiar. En efecto, la gracia del sacramento del matrimonio
está destinada ante todo «a perfeccionar el amor de los cónyuges»[104].
También aquí se aplica que, «podría tener fe como para mover montañas;
si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que
tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve»
(1 Co 13,23).
Pero la palabra «amor», una de las más utilizadas, aparece
muchas veces desfigurada[105].
Nuestro amor cotidiano
90. En el así llamado himno de la caridad escrito por san Pablo, vemos
algunas características del amor verdadero:
«El amor es paciente,
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,47).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los días
los esposos, entre sí y con sus hijos. Por eso es valioso detenerse a
precisar el sentido de las expresiones de este texto, para intentar una
aplicación a la existencia concreta de cada familia.
Paciencia
91. La primera expresión utilizada es makrothymei. La traducción no es
simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está expresada al
final del v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del Antiguo
Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34,6; Nm 14,18).
Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita
agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación
también dentro de la vida familiar. Los textos en los que Pablo usa este
término se deben leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría (cf. 11,23;
12,2.1518)
; al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios para dar
espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta
cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la
misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
92. Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o
tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos. El
problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o que las
personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y
esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos
impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la
paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y
finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir,
antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un
campo de batalla. Por eso, la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de
vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad» (Ef
4,31). Esta paciencia se afianza cuando reconozco que el otro también
tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es. No importa si
es un estorbo para mí, si altera mis planes, si me molesta con su modo de
ser o con sus ideas, si no es todo lo que yo esperaba. El amor tiene
siempre un sentido de profunda compasión que lleva a aceptar al otro
como parte de este mundo, también cuando actúa de un modo diferente
a lo que yo desearía.
Actitud de servicio
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que es única en toda la Biblia, derivada de
jrestós (persona buena, que muestra su bondad en sus obras). Pero, por
el lugar en que está, en estricto paralelismo con el verbo precedente, es
un complemento suyo. Así, Pablo quiere aclarar que la «paciencia»
nombrada en primer lugar no es una postura totalmente pasiva, sino que
está acompañada por una actividad, por una reacción dinámica y creativa
ante los demás. Indica que el amor beneficia y promueve a los demás.
Por eso se traduce como «servicial».
94. En todo el texto se ve que Pablo quiere insistir en que el amor no es
sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el
verbo «amar» en hebreo: es «hacer el bien». Como decía san Ignacio de
Loyola, «el amor se debe poner más en las obras que en las
palabras»[106]. Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite
experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse
sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de
dar y de servir.
Sanando la envidia
95. Luego se rechaza como contraria al amor una actitud expresada como
zeloi (celos, envidia). Significa que en el amor no hay lugar para sentir
malestar por el bien de otro (cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia es una tristeza
por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad de los
demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio
bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia
nos lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros
ajenos, no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo de
la envidia. Acepta que cada uno tiene dones diferentes y distintos caminos
en la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino para ser feliz,
dejando que los demás encuentren el suyo.
96. En definitiva, se trata de cumplir aquello que pedían los dos últimos
mandamientos de la Ley de Dios: «No codiciarás los bienes de tu prójimo.
No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su
buey, ni su asno, ni nada que sea de él» (Ex 20,17). El amor nos lleva a
una sentida valoración de cada ser humano, reconociendo su derecho a la
felicidad. Amo a esa persona, la miro con la mirada de Dios Padre, que nos
regala todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), y entonces acepto en
mi interior que pueda disfrutar de un buen momento. Esta misma raíz del
amor, en todo caso, es lo que me lleva a rechazar la injusticia de que
algunos tengan demasiado y otros no tengan nada, o lo que me mueve a
buscar que también los descartables de la sociedad puedan vivir un poco
de alegría. Pero eso no es envidia, sino deseos de equidad.
Sin hacer alarde ni agrandarse
97. Sigue el término perpereuotai, que indica la vanagloria, el ansia de
mostrarse como superior para impresionar a otros con una actitud pedante
y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo,
sino que además, porque está centrado en los demás, sabe ubicarse en
su lugar sin pretender ser el centro. La palabra siguiente —physioutai— es
muy semejante, porque indica que el amor no es arrogante. Literalmente
expresa que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No
es sólo una obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además
se pierde el sentido de la realidad. Se considera más grande de lo que es,
porque se cree más «espiritual» o «sabio». Pablo usa este verbo otras
veces, por ejemplo para decir que «la ciencia hincha, el amor en cambio
edifica» (1 Co 8,1). Es decir, algunos se creen grandes porque saben más
que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad
lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al
débil. En otro versículo también lo aplica para criticar a los que se
«agrandan» (cf. 1 Co 4,18), pero en realidad tienen más palabrería que
verdadero «poder» del Espíritu (cf. 1 Co 4,19).
98. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los
familiares poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus
convicciones. A veces ocurre lo contrario: los supuestamente más
adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e insoportables.
La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor,
porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón,
es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad. Jesús recordaba a
sus discípulos que en el mundo del poder cada uno trata de dominar a
otro, y por eso les dice: «No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,26). La
lógica del amor cristiano no es la de quien se siente más que otros y
necesita hacerles sentir su poder, sino que «el que quiera ser el primero
entre vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20,27). En la vida familiar
no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición
para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con
el amor. También para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de
humildad unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su
gracia a los humildes» (1 P 5,5).
Amabilidad
99. Amar también es volverse amable, y allí toma sentido la palabra
asjemonéi. Quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de
modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus
gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los
demás. La cortesía «es una escuela de sensibilidad y desinterés», que
exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir,
hablar y, en ciertos momentos, a callar»[107]. Ser amable no es un estilo
que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias
irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado a ser afable con
los que lo rodean»[108]. Cada día, «entrar en la vida del otro, incluso
cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una actitud no
invasora, que renueve la confianza y el respeto […] El amor, cuando es
más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la
capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón»[109].
100. Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere
una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando reina un
pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar
los propios complejos. Una mirada amable permite que no nos
detengamos tanto en sus límites, y así podamos tolerarlo y unirnos en un
proyecto común, aunque seamos diferentes. El amor amable genera
vínculos, cultiva lazos, crea nuevas redes de integración, construye una
trama social firme. Así se protege a sí mismo, ya que sin sentido de
pertenencia no se puede sostener una entrega por los demás, cada uno
termina buscando sólo su conveniencia y la convivencia se torna imposible.
Una persona antisocial cree que los demás existen para satisfacer sus
necesidades, y que cuando lo hacen sólo cumplen con su deber. Por lo
tanto, no hay lugar para la amabilidad del amor y su lenguaje. El que ama
es capaz de decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que
consuelan, que estimulan. Veamos, por ejemplo, algunas palabras que
decía Jesús a las personas: «¡Ánimo hijo!» (Mt 9,2). «¡Qué grande es tu
fe!» (Mt 15,28). «¡Levántate!» (Mc 5,41). «Vete en paz» (Lc 7,50). «No
tengáis miedo» (Mt 14,27). No son palabras que humillan, que entristecen,
que irritan, que desprecian. En la familia hay que aprender este lenguaje
amable de Jesús.
Desprendimiento
101. Hemos dicho muchas veces que para amar a los demás primero hay
que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al amor afirma que el
amor «no busca su propio interés», o «no busca lo que es de él».
También se usa esta expresión en otro texto: «No os encerréis en
vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4).
Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle
prioridad al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a
los demás. Una cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse
como una condición psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí
mismo encuentra dificultades para amar a los demás: «El que es tacaño
consigo mismo, ¿con quién será generoso? […] Nadie peor que el avaro
consigo mismo» (Si 14,56).
102. Pero el mismo santo Tomás de Aquino ha explicado que «pertenece
más a la caridad querer amar que querer ser amado»[110] y que, de
hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más amar que
ser amadas»[111]. Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y
desbordarse gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al
amor más grande, que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13).
¿Todavía es posible este desprendimiento que permite dar gratis y dar
hasta el fin? Seguramente es posible, porque es lo que pide el Evangelio:
«Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8).
Sin violencia interior
103. Si la primera expresión del himno nos invitaba a la paciencia que evita
reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores de los demás, ahora
aparece otra palabra —paroxýnetai—, que se refiere a una reacción
interior de indignación provocada por algo externo. Se trata de una
violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos coloca a la
defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que hay que
evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos
enferma y termina aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a
reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a
impregnar todas nuestras actitudes ante los otros.
104. El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo (cf. Mt
7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la
Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por el mal» (Rm
12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9). Una cosa es sentir
la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se
convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis a pecar;
que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26). Por
ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y ,
«¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño
gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin
palabras. Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces»[112].
La reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería
ser ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios
que lo libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto
habéis sido llamados: para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos
que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la
violencia interior.
Perdón
105. Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas,
dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. La frase logízetai
to kakón significa «toma en cuenta el mal», «lo lleva anotado», es decir,
es rencoroso. Lo contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta en
una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de
buscarle excusas a la otra persona, como Jesús cuando dijo: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pero la tendencia
suele ser la de buscar más y más culpas, la de imaginar más y más
maldad, la de suponer todo tipo de malas intenciones, y así el rencor va
creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier error o caída del cónyuge
puede dañar el vínculo amoroso y la estabilidad familiar. El problema es que
a veces se le da a todo la misma gravedad, con el riesgo de volverse
crueles ante cualquier error ajeno. La justa reivindicación de los propios
derechos, se convierte en una persistente y constante sed de venganza
más que en una sana defensa de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido ofendidos o desilusionados, el perdón es posible y
deseable, pero nadie dice que sea fácil. La verdad es que «la comunión
familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de
sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y
cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación.
Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los
conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia
comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida
familiar»[113].
107. Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la
experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros
mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas
que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos.
Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del
afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales.
Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta
orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las
propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa misma
actitud con los demás.
108. Pero esto supone la experiencia de ser perdonados por Dios,
justificados gratuitamente y no por nuestros méritos. Fuimos alcanzados
por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una nueva
oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es
incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar,
entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun
cuando hayan sido injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en
familia dejará de ser un lugar de comprensión, acompañamiento y
estímulo, y será un espacio de permanente tensión o de mutuo castigo.
Alegrarse con los demás
109. La expresión jairei epi te adikía indica algo negativo afincado en el
secreto del corazón de la persona. Es la actitud venenosa del que se
alegra cuando ve que se le hace injusticia a alguien. La frase se
complementa con la siguiente, que lo dice de modo positivo: sygjairei te
alétheia: se regocija con la verdad. Es decir, se alegra con el bien del otro,
cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus
buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre
comparándose o compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el
punto de alegrarse secretamente por sus fracasos.
110. Cuando una persona que ama puede hacer un bien a otro, o cuando
ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría, y de ese modo da
gloria a Dios, porque «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). Nuestro
Señor aprecia de manera especial a quien se alegra con la felicidad del
otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el bien del otro y,
sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos
condenamos a vivir con poca alegría, ya que como ha dicho Jesús «hay
más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). La familia debe ser
siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que
allí lo van a celebrar con él.
Disculpa todo
111. El elenco se completa con cuatro expresiones que hablan de una
totalidad: «todo». Disculpa todo, cree todo, espera todo, soporta todo. De
este modo, se remarca con fuerza el dinamismo contracultural del amor,
capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda amenazarlo.
112. En primer lugar se dice que todo lo disculpa panta stegei. Se
diferencia de «no tiene en cuenta el mal», porque este término tiene que
ver con el uso de la lengua; puede significar «guardar silencio» sobre lo
malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el juicio, contener la
inclinación a lanzar una condena dura e implacable: «No condenéis y no
seréis condenados» (Lc 6,37). Aunque vaya en contra de nuestro habitual
uso de la lengua, la Palabra de Dios nos pide: «No habléis mal unos de
otros, hermanos» (St 4,11). Detenerse a dañar la imagen del otro es un
modo de reforzar la propia, de descargar los rencores y envidias sin
importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida de que la
difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando
afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños
muy difíciles de reparar. Por eso, la Palabra de Dios es tan dura con la
lengua, diciendo que «es un mundo de iniquidad» que «contamina a toda
la persona» (St 3,6), como un «mal incansable cargado de veneno
mortal» (St 3,8). Si «con ella maldecimos a los hombres, creados a
semejanza de Dios» (St 3,9), el amor cuida la imagen de los demás, con
una delicadeza que lleva a preservar incluso la buena fama de los
enemigos. En la defensa de la ley divina nunca debemos olvidarnos de
esta exigencia del amor.
113. Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del
otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus
debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar su
imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud
interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades
y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas
debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos defectos son sólo
una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable en
la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se puede aceptar
con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y de
sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que
eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para
valorarlo. Me ama como es y como puede, con sus límites, pero que su
amor sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea real. Es real,
pero limitado y terreno. Por eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber
de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará jugar el papel de un ser
divino ni estar al servicio de todas mis necesidades. El amor convive con la
imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser
amado.
Confía
114. Panta pisteuei, «todo lo cree», por el contexto, no se debe entender
«fe» en el sentido teológico, sino en el sentido corriente de «confianza».
No se trata sólo de no sospechar que el otro esté mintiendo o engañando.
Esa confianza básica reconoce la luz encendida por Dios, que se esconde
detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía arde debajo de las cenizas.
115. Esta misma confianza hace posible una relación de libertad. No es
necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar
que escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en libertad, renuncia
a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa libertad, que hace posible
espacios de autonomía, apertura al mundo y nuevas experiencias, permite
que la relación se enriquezca y no se convierta en un círculo cerrado sin
horizontes. Así, los cónyuges, al reencontrarse, pueden vivir la alegría de
compartir lo que han recibido y aprendido fuera del círculo familiar. Al
mismo tiempo, hace posible la sinceridad y la transparencia, porque cuando
uno sabe que los demás confían en él y valoran la bondad básica de su
ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que
sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo
aman de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder
sus caídas y debilidades, fingir lo que no es. En cambio, una familia donde
reina una básica y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar
a pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad de sus
miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la
falsedad o la mentira.
Espera
116. Panta elpízei: no desespera del futuro. Conectado con la palabra
anterior, indica la espera de quien sabe que el otro puede cambiar.
Siempre espera que sea posible una maduración, un sorpresivo brote de
belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser germinen algún día.
No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica aceptar que
algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que quizás Dios escriba
derecho con las líneas torcidas de una persona y saque algún bien de los
males que ella no logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace presente la esperanza en todo su sentido, porque
incluye la certeza de una vida más allá de la muerte. Esa persona, con
todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del cielo. Allí,
completamente transformada por la resurrección de Cristo, ya no existirán
sus fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías. Allí el verdadero ser de
esa persona brillará con toda su potencia de bien y de hermosura. Eso
también nos permite, en medio de las molestias de esta tierra, contemplar
a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza, y
esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora
no sea visible.
Soporta todo
118. Panta hypoménei significa que sobrelleva con espíritu positivo todas
las contrariedades. Es mantenerse firme en medio de un ambiente hostil.
No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más
amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier
desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el contexto invite a
otra cosa. Manifiesta una cuota de heroísmo tozudo, de potencia en
contra de toda corriente negativa, una opción por el bien que nada puede
derribar. Esto me recuerda aquellas palabras de Martin Luther King, cuando
volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de las peores
persecuciones y humillaciones: «La persona que más te odia, tiene algo
bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella;
incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando llegas al
punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo
que la religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”.
No importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de
bondad del que nunca puedes deshacerte […] Otra manera para amar a
tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes
a tu enemigo, ese es el momento en que debes decidir no hacerlo […]
Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único
que buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas
en ese sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema […] Odio
por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo
te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y
así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente
nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y
esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede
romper la cadena del odio, la cadena del mal […] Alguien debe tener
suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la propia
estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del amor»[114].
119. En la vida familiar hace falta cultivar esa fuerza del amor, que permite
luchar contra el mal que la amenaza. El amor no se deja dominar por el
rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse
algo. El ideal cristiano, y de modo particular en la familia, es amor a pesar
de todo. A veces me admira, por ejemplo, la actitud de personas que han
debido separarse de su cónyuge para protegerse de la violencia física y, sin
embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más allá de los sentimientos,
han sido capaces de procurar su bien, aunque sea a través de otros, en
momentos de enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso también es
amor a pesar de todo.
Crecer en la caridad conyugal
120. El himno de san Pablo, que hemos recorrido, nos permite dar paso a
la caridad conyugal. Es el amor que une a los esposos[115], santificado,
enriquecido e iluminado por la gracia del sacramento del matrimonio. Es
una «unión afectiva»[116], espiritual y oblativa, pero que recoge en sí la
ternura de la amistad y la pasión erótica, aunque es capaz de subsistir aun
cuando los sentimientos y la pasión se debiliten. El Papa Pío XI enseñaba
que ese amor permea todos los deberes de la vida conyugal y «tiene
cierto principado de nobleza»[117]. Porque ese amor fuerte, derramado
por el Espíritu Santo, es reflejo de la Alianza inquebrantable entre Cristo y la
humanidad que culminó en la entrega hasta el fin, en la cruz: «El Espíritu
que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer
capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de
este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad
conyugal»[118].
121. El matrimonio es un signo precioso, porque «cuando un hombre y
una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se
“refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble
de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros.
También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y
Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y
es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos
esposos una sola existencia»[119]. Esto tiene consecuencias muy
concretas y cotidianas, porque los esposos, «en virtud del sacramento,
son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a
partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su
Iglesia, que sigue entregando la vida por ella»[120].
122. Sin embargo, no conviene confundir planos diferentes: no hay que
arrojar sobre dos personas limitadas el tremendo peso de tener que
reproducir de manera perfecta la unión que existe entre Cristo y su Iglesia,
porque el matrimonio como signo implica «un proceso dinámico, que
avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de
Dios»[121].
Toda la vida, todo en común
123. Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la
«máxima amistad»[122]. Es una unión que tiene todas las características
de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad,
ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va
construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo
ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de
compartir y construir juntos toda la existencia. Seamos sinceros y
reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado no se
plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive
intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero;
quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque
frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no sólo quieren
que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre
juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del
amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la
promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o
una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la
persona humana. Y , para los creyentes, es una alianza ante Dios que
reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud,
a la que tú traicionaste, siendo que era tu compañera, la mujer de tu
alianza […] No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el
repudio» (Ml 2,14.1516).
124. Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un
desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar siempre de
nuevo hasta la muerte, no puede sostener un nivel alto de compromiso.
Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de
crecimiento. Pero «prometer un amor para siempre es posible cuando se
descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y
nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona
amada»[123]. Que ese amor pueda atravesar todas las pruebas y
mantenerse fiel en contra de todo, supone el don de la gracia que lo
fortalece y lo eleva. Como decía san Roberto Belarmino: «El hecho de que
uno solo se una con una sola en un lazo indisoluble, de modo que no
puedan separarse, cualesquiera sean las dificultades, y aun cuando se
haya perdido la esperanza de la prole, esto no puede ocurrir sin un gran
misterio»[124].
125. El matrimonio, además, es una amistad que incluye las notas propias
de la pasión, pero orientada siempre a una unión cada vez más firme e
intensa. Porque «no ha sido instituido solamente para la procreación» sino
para que el amor mutuo «se manifieste, progrese y madure según un
orden recto»[125]. Esta amistad peculiar entre un hombre y una mujer
adquiere un carácter totalizante que sólo se da en la unión conyugal.
Precisamente por ser totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y
abierta a la generación. Se comparte todo, aun la sexualidad, siempre con
el respeto recíproco. El Concilio Vaticano II lo expresó diciendo que «un tal
amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un
don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de
ternura, e impregna toda su vida»[126].
Alegría y belleza
126. En el matrimonio conviene cuidar la alegría del amor. Cuando la
búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra en una sola cosa y nos
incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones. La alegría, en cambio,
amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar gusto en realidades
variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga. Por eso
decía santo Tomás que se usa la palabra «alegría» para referirse a la
dilatación de la amplitud del corazón[127]. La alegría matrimonial, que
puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar que el matrimonio es
una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos, de tensiones y de
descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de satisfacciones y de
búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en el camino de la
amistad, que mueve a los esposos a cuidarse: «se prestan mutuamente
ayuda y servicio»[128].
127. El amor de amistad se llama «caridad» cuando se capta y aprecia el
«alto valor» que tiene el otro[129]. La belleza —el «alto valor» del otro,
que no coincide con sus atractivos físicos o psicológicos— nos permite
gustar lo sagrado de su persona, sin la imperiosa necesidad de poseerlo.
En la sociedad de consumo el sentido estético se empobrece, y así se
apaga la alegría. Todo está para ser comprado, poseído o consumido;
también las personas. La ternura, en cambio, es una manifestación de
este amor que se libera del deseo de la posesión egoísta. Nos lleva a vibrar
ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de
hacerle daño o de quitarle su libertad. El amor al otro implica ese gusto de
contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más
allá de mis necesidades. Esto me permite buscar su bien también cuando
sé que no puede ser mío o cuando se ha vuelto físicamente desagradable,
agresivo o molesto. Por eso, «del amor por el cual a uno le es grata otra
persona depende que le dé algo gratis»[130].
128. La experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que
contempla al otro como un fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o
privado de atractivos sensibles. La mirada que valora tiene una enorme
importancia, y retacearla suele hacer daño. ¡Cuántas cosas hacen a veces
los cónyuges y los hijos para ser mirados y tenidos en cuenta! Muchas
heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos. Eso es lo
que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las familias:
«Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible». «Por favor,
mírame cuando te hablo». «Mi esposa ya no me mira, ahora sólo tiene
ojos para sus hijos». «En mi casa yo no le importo a nadie, y ni siquiera
me ven, como si no existiera». El amor abre los ojos y permite ver, más
allá de todo, cuánto vale un ser humano.
129. La alegría de ese amor contemplativo tiene que ser cultivada. Puesto
que estamos hechos para amar, sabemos que no hay mayor alegría que
un bien compartido: «Da y recibe, disfruta de ello» (Si 14,16). Las alegrías
más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la felicidad de
los demás, en un anticipo del cielo. Cabe recordar la feliz escena del film La
fiesta de Babette, donde la generosa cocinera recibe un abrazo agradecido
y un elogio: «¡Cómo deleitarás a los ángeles!». Es dulce y reconfortante la
alegría de provocar deleite en los demás, de verlos disfrutar. Ese gozo,
efecto del amor fraterno, no es el de la vanidad de quien se mira a sí
mismo, sino el del amante que se complace en el bien del ser amado, que
se derrama en el otro y se vuelve fecundo en él.
130. Por otra parte, la alegría se renueva en el dolor. Como decía san
Agustín: «Cuanto mayor fue el peligro en la batalla, tanto mayor es el gozo
en el triunfo»[131]. Después de haber sufrido y luchado juntos, los
cónyuges pueden experimentar que valió la pena, porque consiguieron algo
bueno, aprendieron algo juntos, o porque pueden valorar más lo que
tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas y festivas como cuando
dos personas que se aman han conquistado juntos algo que les costó un
gran esfuerzo compartido.
Casarse por amor
131. Quiero decir a los jóvenes que nada de todo esto se ve perjudicado
cuando el amor asume el cauce de la institución matrimonial. La unión
encuentra en esa institución el modo de encauzar su estabilidad y su
crecimiento real y concreto. Es verdad que el amor es mucho más que un
consentimiento externo o que una especie de contrato matrimonial, pero
también es cierto que la decisión de dar al matrimonio una configuración
visible en la sociedad, con unos determinados compromisos, manifiesta su
relevancia: muestra la seriedad de la identificación con el otro, indica una
superación del individualismo adolescente, y expresa la firme opción de
pertenecerse el uno al otro. Casarse es un modo de expresar que
realmente se ha abandonado el nido materno para tejer otros lazos
fuertes y asumir una nueva responsabilidad ante otra persona. Esto vale
mucho más que una mera asociación espontánea para la gratificación
mutua, que sería una privatización del matrimonio. El matrimonio como
institución social es protección y cauce para el compromiso mutuo, para la
maduración del amor, para que la opción por el otro crezca en solidez,
concretización y profundidad, y a su vez para que pueda cumplir su misión
en la sociedad. Por eso, el matrimonio va más allá de toda moda pasajera
y persiste. Su esencia está arraigada en la naturaleza misma de la persona
humana y de su carácter social. Implica una serie de obligaciones, pero
que brotan del mismo amor, de un amor tan decidido y generoso que es
capaz de arriesgar el futuro.
132. Optar por el matrimonio de esta manera, expresa la decisión real y
efectiva de convertir dos caminos en un único camino, pase lo que pase y
a pesar de cualquier desafío. Por la seriedad que tiene este compromiso
público de amor, no puede ser una decisión apresurada, pero por esa
misma razón tampoco se la puede postergar indefinidamente.
Comprometerse con otro de un modo exclusivo y definitivo siempre tiene
una cuota de riesgo y de osada apuesta. El rechazo de asumir este
compromiso es egoísta, interesado, mezquino, no acaba de reconocer los
derechos del otro y no termina de presentarlo a la sociedad como digno de
ser amado incondicionalmente. Por otro lado, quienes están
verdaderamente enamorados tienden a manifestar a los otros su amor. El
amor concretizado en un matrimonio contraído ante los demás, con todos
los compromisos que se derivan de esta institucionalización, es
manifestación y resguardo de un «sí» que se da sin reservas y sin
restricciones. Ese sí es decirle al otro que siempre podrá confiar, que no
será abandonado cuando pierda atractivo, cuando haya dificultades o
cuando se ofrezcan nuevas opciones de placer o de intereses egoístas.
Amor que se manifiesta y crece
133. El amor de amistad unifica todos los aspectos de la vida matrimonial,
y ayuda a los miembros de la familia a seguir adelante en todas las
etapas. Por eso, los gestos que expresan ese amor deben ser
constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras generosas.
En la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera repetirlo. Tres
palabras: permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras clave!»[132]. «Cuando
en una familia no se es entrometido y se pide “permiso”, cuando en una
familia no se es egoísta y se aprende a decir “gracias”, y cuando en una
familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir “perdón”, en esa
familia hay paz y hay alegría»[133]. No seamos mezquinos en el uso de
estas palabras, seamos generosos para repetirlas día a día, porque
«algunos silencios pesan, a veces incluso en la familia, entre marido y
mujer, entre padres e hijos, entre hermanos»[134]. En cambio, las
palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el
amor día tras día.
134. Todo esto se realiza en un camino de permanente crecimiento. Esta
forma tan particular de amor que es el matrimonio, está llamada a una
constante maduración, porque hay que aplicarle siempre aquello que santo
Tomás de Aquino decía de la caridad: «La caridad, en razón de su
naturaleza, no tiene límite de aumento, ya que es una participación de la
infinita caridad, que es el Espíritu Santo […] Tampoco por parte del sujeto
se le puede prefijar un límite, porque al crecer la caridad, sobrecrece
también la capacidad para un aumento superior»[135]. San Pablo
exhortaba con fuerza: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar
en el amor de unos con otros» (1 Ts 3,12); y añade: «En cuanto al amor
mutuo […] os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y
más» (1 Ts 4,910).
Más y más. El amor matrimonial no se cuida ante
todo hablando de la indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una
doctrina, sino afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el
impulso de la gracia. El amor que no crece comienza a correr riesgos, y
sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de
amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos,
más tiernos, más alegres. El marido y la mujer «experimentando el sentido
de su unidad y lográndola más plenamente cada día»[136]. El don del
amor divino que se derrama en los esposos es al mismo tiempo un
llamado a un constante desarrollo de ese regalo de la gracia.
135. No hacen bien algunas fantasías sobre un amor idílico y perfecto,
privado así de todo estímulo para crecer. Una idea celestial del amor
terreno olvida que lo mejor es lo que todavía no ha sido alcanzado, el vino
madurado con el tiempo. Como recordaron los Obispos de Chile, «no
existen las familias perfectas que nos propone la propaganda falaz y
consumista. En ellas no pasan los años, no existe la enfermedad, el dolor
ni la muerte […] La propaganda consumista muestra una fantasía que
nada tiene que ver con la realidad que deben afrontar, en el día a día, los
jefes y jefas de hogar»[137]. Es más sano aceptar con realismo los
límites, los desafíos o la imperfección, y escuchar el llamado a crecer
juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión, pase lo que
pase.
Diálogo
136. El diálogo es una forma privilegiada e indispensable de vivir, expresar
y madurar el amor en la vida matrimonial y familiar. Pero supone un largo
y esforzado aprendizaje. Varones y mujeres, adultos y jóvenes, tienen
maneras distintas de comunicarse, usan un lenguaje diferente, se mueven
con otros códigos. El modo de preguntar, la forma de responder, el tono
utilizado, el momento y muchos factores más, pueden condicionar la
comunicación. Además, siempre es necesario desarrollar algunas actitudes
que son expresión de amor y hacen posible el diálogo auténtico.
137. Darse tiempo, tiempo de calidad, que consiste en escuchar con
paciencia y atención, hasta que el otro haya expresado todo lo que
necesitaba. Esto requiere la ascesis de no empezar a hablar antes del
momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o consejos,
hay que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita decir.
Esto implica hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el corazón
o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las propias
necesidades y urgencias, hacer espacio. Muchas veces uno de los
cónyuges no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado.
Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su
ira, su esperanza, su sueño. Pero son frecuentes lamentos como estos:
«No me escucha. Cuando parece que lo está haciendo, en realidad está
pensando en otra cosa». «Hablo y siento que está esperando que termine
de una vez». «Cuando hablo intenta cambiar de tema, o me da
respuestas rápidas para cerrar la conversación».
138. Desarrollar el hábito de dar importancia real al otro. Se trata de
valorar su persona, de reconocer que tiene derecho a existir, a pensar de
manera autónoma y a ser feliz. Nunca hay que restarle importancia a lo
que diga o reclame, aunque sea necesario expresar el propio punto de
vista. Subyace aquí la convicción de que todos tienen algo que aportar,
porque tienen otra experiencia de la vida, porque miran desde otro punto
de vista, porque han desarrollado otras preocupaciones y tienen otras
habilidades e intuiciones. Es posible reconocer la verdad del otro, el valor de
sus preocupaciones más hondas y el trasfondo de lo que dice, incluso
detrás de palabras agresivas. Para ello hay que tratar de ponerse en su
lugar e interpretar el fondo de su corazón, detectar lo que le apasiona, y
tomar esa pasión como punto de partida para profundizar en el diálogo.
139. Amplitud mental, para no encerrarse con obsesión en unas pocas
ideas, y flexibilidad para poder modificar o completar las propias opiniones.
Es posible que, de mi pensamiento y del pensamiento del otro pueda surgir
una nueva síntesis que nos enriquezca a los dos. La unidad a la que hay
que aspirar no es uniformidad, sino una «unidad en la diversidad», o una
«diversidad reconciliada». En ese estilo enriquecedor de comunión fraterna,
los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero manteniendo
diversos matices y acentos que enriquecen el bien común. Hace falta
liberarse de la obligación de ser iguales. También se necesita astucia para
advertir a tiempo las «interferencias» que puedan aparecer, de manera
que no destruyan un proceso de diálogo. Por ejemplo, reconocer los malos
sentimientos que vayan surgiendo y relativizarlos para que no perjudiquen
la comunicación. Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente
sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser más
fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido sea
exigente; plantear los propios reclamos pero sin descargar la ira como
forma de venganza, y evitar un lenguaje moralizante que sólo busque
agredir, ironizar, culpar, herir. Muchas discusiones en la pareja no son por
cuestiones muy graves. A veces se trata de cosas pequeñas, poco
trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el modo de decirlas o la
actitud que se asume en el diálogo.
140. Tener gestos de preocupación por el otro y demostraciones de
afecto. El amor supera las peores barreras. Cuando se puede amar a
alguien, o cuando nos sentimos amados por él, logramos entender mejor
lo que quiere expresar y hacernos entender. Superar la fragilidad que nos
lleva a tenerle miedo al otro, como si fuera un «competidor». Es muy
importante fundar la propia seguridad en opciones profundas, convicciones
o valores, y no en ganar una discusión o en que nos den la razón.
141. Finalmente, reconozcamos que para que el diálogo valga la pena hay
que tener algo que decir, y eso requiere una riqueza interior que se
alimenta en la lectura, la reflexión personal, la oración y la apertura a la
sociedad. De otro modo, las conversaciones se vuelven aburridas e
inconsistentes. Cuando ninguno de los cónyuges se cultiva y no existe una
variedad de relaciones con otras personas, la vida familiar se vuelve
endogámica y el diálogo se empobrece.
Amor apasionado
142. El Concilio Vaticano II enseña que este amor conyugal «abarca el bien
de toda la persona, y, por tanto, puede enriquecer con una dignidad
peculiar las expresiones del cuerpo y del espíritu, y ennoblecerlas como
signos especiales de la amistad conyugal»[138]. Por algo será que un
amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar la unión del
corazón humano con Dios: «Todos los místicos han afirmado que el amor
sobrenatural y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan en el
amor matrimonial, más que en la amistad, más que en el sentimiento filial
o en la dedicación a una causa. Y el motivo está justamente en su
totalidad»[139]. ¿Por qué entonces no detenernos a hablar de los
sentimientos y de la sexualidad en el matrimonio?
El mundo de las emociones
143. Deseos, sentimientos, emociones, eso que los clásicos llamaban
«pasiones», tienen un lugar importante en el matrimonio. Se producen
cuando «otro» se hace presente y se manifiesta en la propia vida. Es
propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, y esta tendencia tiene
siempre señales afectivas básicas: el placer o el dolor, la alegría o la pena,
la ternura o el temor. Son el presupuesto de la actividad psicológica más
elemental. El ser humano es un viviente de esta tierra, y todo lo que hace
y busca está cargado de pasiones.
144. Jesús, como verdadero hombre, vivía las cosas con una carga de
emotividad. Por eso le dolía el rechazo de Jerusalén (cf. Mt 23,37), y esta
situación le arrancaba lágrimas (cf. Lc 19,41). También se compadecía
ante el sufrimiento de la gente (cf. Mc 6,34). Viendo llorar a los demás, se
conmovía y se turbaba (cf. Jn 11,33), y él mismo lloraba la muerte de un
amigo (cf. Jn 11,35). Estas manifestaciones de su sensibilidad mostraban
hasta qué punto su corazón humano estaba abierto a los demás.
145. Experimentar una emoción no es algo moralmente bueno ni malo en
sí mismo[140]. Comenzar a sentir deseo o rechazo no es pecaminoso ni
reprochable. Lo que es bueno o malo es el acto que uno realice movido o
acompañado por una pasión. Pero si los sentimientos son promovidos,
buscados y, a causa de ellos, cometemos malas acciones, el mal está en
la decisión de alimentarlos y en los actos malos que se sigan. En la misma
línea, sentir gusto por alguien no significa de por sí que sea un bien. Si con
ese gusto yo busco que esa persona se convierta en mi esclava, el
sentimiento estará al servicio de mi egoísmo. Creer que somos buenos sólo
porque «sentimos cosas» es un tremendo engaño. Hay personas que se
sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad
de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los demás y viven
encerrados en sus propios deseos. En ese caso, los sentimientos distraen
de los grandes valores y ocultan un egocentrismo que no hace posible
cultivar una vida sana y feliz en familia.
146. Por otra parte, si una pasión acompaña al acto libre, puede
manifestar la profundidad de esa opción. El amor matrimonial lleva a
procurar que toda la vida emotiva se convierta en un bien para la familia y
esté al servicio de la vida en común. La madurez llega a una familia cuando
la vida emotiva de sus miembros se transforma en una sensibilidad que no
domina ni oscurece las grandes opciones y los valores sino que sigue a su
libertad[141], brota de ella, la enriquece, la embellece y la hace más
armoniosa para bien de todos.
Dios ama el gozo de sus hijos
147. Esto requiere un camino pedagógico, un proceso que incluye
renuncias. Es una convicción de la Iglesia que muchas veces ha sido
rechazada, como si fuera enemiga de la felicidad humana. Benedicto XVI
recogía este cuestionamiento con gran claridad: «La Iglesia, con sus
preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso
de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde
la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad
que nos hace pregustar algo de lo divino?»[142]. Pero él respondía que, si
bien no han faltado exageraciones o ascetismos desviados en el
cristianismo, la enseñanza oficial de la Iglesia, fiel a las Escrituras, no
rechazó «el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación
destructora, puesto que la falsa divinización del eros […] lo priva de su
dignidad divina y lo deshumaniza»[143].
148. La educación de la emotividad y del instinto es necesaria, y para ello a
veces es indispensable ponerse algún límite. El exceso, el descontrol, la
obsesión por un solo tipo de placeres, terminan por debilitar y enfermar al
placer mismo[144], y dañan la vida de la familia. De verdad se puede
hacer un hermoso camino con las pasiones, lo cual significa orientarlas
cada vez más en un proyecto de autodonación y de plena realización de sí
mismo, que enriquece las relaciones interpersonales en el seno familiar. No
implica renunciar a instantes de intenso gozo[145], sino asumirlos como
entretejidos con otros momentos de entrega generosa, de espera
paciente, de cansancio inevitable, de esfuerzo por un ideal. La vida en
familia es todo eso y merece ser vivida entera.
149. Algunas corrientes espirituales insisten en eliminar el deseo para
liberarse del dolor. Pero nosotros creemos que Dios ama el gozo del ser
humano, que él creó todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17).
Dejemos brotar la alegría ante su ternura cuando nos propone: «Hijo,
trátate bien […] No te prives de pasar un día feliz» (Si 14,11.14). Un
matrimonio también responde a la voluntad de Dios siguiendo esta
invitación bíblica: «Alégrate en el día feliz» (Qo 7,14). La cuestión es tener
la libertad para aceptar que el placer encuentre otras formas de expresión
en los distintos momentos de la vida, de acuerdo con las necesidades del
amor mutuo. En ese sentido, se puede acoger la propuesta de algunos
maestros orientales que insisten en ampliar la consciencia, para no quedar
presos en una experiencia muy limitada que nos cierre las perspectivas.
Esa ampliación de la consciencia no es la negación o destrucción del deseo
sino su dilatación y su perfeccionamiento.
Dimensión erótica del amor
150. Todo esto nos lleva a hablar de la vida sexual del matrimonio. Dios
mismo creó la sexualidad, que es un regalo maravilloso para sus creaturas.
Cuando se la cultiva y se evita su descontrol, es para impedir que se
produzca el «empobrecimiento de un valor auténtico»[146]. San Juan
Pablo II rechazó que la enseñanza de la Iglesia lleve a «una negación del
valor del sexo humano», o que simplemente lo tolere «por la necesidad
misma de la procreación»[147]. La necesidad sexual de los esposos no es
objeto de menosprecio, y «no se trata en modo alguno de poner en
cuestión esa necesidad»[148].
151. A quienes temen que en la educación de las pasiones y de la
sexualidad se perjudique la espontaneidad del amor sexuado, san Juan
Pablo II les respondía que el ser humano «está llamado a la plena y
madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual del
discernimiento de los impulsos del propio corazón»[149]. Es algo que se
conquista, ya que todo ser humano «debe aprender con perseverancia y
coherencia lo que es el significado del cuerpo».[150] La sexualidad no es
un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje interpersonal
donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable valor. Así,
«el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así, de otra
espontaneidad»[151]. En este contexto, el erotismo aparece como
manifestación específicamente humana de la sexualidad. En él se puede
encontrar «el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del
don»[152]. En sus catequesis sobre la teología del cuerpo humano,
enseñó que la corporeidad sexuada «es no sólo fuente de fecundidad y
procreación», sino que posee «la capacidad de expresar el amor: ese
amor precisamente en el que el hombrepersona
se convierte en
don»[153]. El más sano erotismo, si bien está unido a una búsqueda de
placer, supone la admiración, y por eso puede humanizar los impulsos.
152. Entonces, de ninguna manera podemos entender la dimensión erótica
del amor como un mal permitido o como un peso a tolerar por el bien de la
familia, sino como don de Dios que embellece el encuentro de los esposos.
Siendo una pasión sublimada por un amor que admira la dignidad del otro,
llega a ser una «plena y limpísima afirmación amorosa», que nos muestra
de qué maravillas es capaz el corazón humano y así, por un momento,
«se siente que la existencia humana ha sido un éxito»[154].
Violencia y manipulación
153. Dentro del contexto de esta visión positiva de la sexualidad, es
oportuno plantear el tema en su integridad y con un sano realismo. Porque
no podemos ignorar que muchas veces la sexualidad se despersonaliza y
también se llena de patologías, de tal modo que «pasa a ser cada vez
más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción
egoísta de los propios deseos e instintos»[155]. En esta época se vuelve
muy riesgoso que la sexualidad también sea poseída por el espíritu
venenoso del «usa y tira». El cuerpo del otro es con frecuencia
manipulado, como una cosa que se retiene mientras brinda satisfacción y
se desprecia cuando pierde atractivo. ¿Acaso se pueden ignorar o disimular
las constantes formas de dominio, prepotencia, abuso, perversión y
violencia sexual, que son producto de una desviación del significado de la
sexualidad y que sepultan la dignidad de los demás y el llamado al amor
debajo de una oscura búsqueda de sí mismo?
154. No está de más recordar que, aun dentro del matrimonio, la
sexualidad puede convertirse en fuente de sufrimiento y de manipulación.
Por eso tenemos que reafirmar con claridad que «un acto conyugal
impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus legítimos
deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una
exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos»[156].
Los actos propios de la unión sexual de los cónyuges responden a la
naturaleza de la sexualidad querida por Dios si son vividos «de modo
verdaderamente humano»[157]. Por eso, san Pablo exhortaba: «Que
nadie falte a su hermano ni se aproveche de él» (1 Ts 4,6). Si bien él
escribía en una época en que dominaba una cultura patriarcal, donde la
mujer se consideraba un ser completamente subordinado al varón, sin
embargo enseñó que la sexualidad debe ser una cuestión de conversación
entre los cónyuges: planteó la posibilidad de postergar las relaciones
sexuales por un tiempo, pero «de común acuerdo» (1 Co 7,5).
155. San Juan Pablo II hizo una advertencia muy sutil cuando dijo que el
hombre y la mujer están «amenazados por la insaciabilidad»[158]. Es
decir, están llamados a una unión cada vez más intensa, pero el riesgo
está en pretender borrar las diferencias y esa distancia inevitable que hay
entre los dos. Porque cada uno posee una dignidad propia e intransferible.
Cuando la preciosa pertenencia recíproca se convierte en un dominio,
«cambia esencialmente la estructura de comunión en la relación
interpersonal»[159]. En la lógica del dominio, el dominador también termina
negando su propia dignidad[160], y en definitiva deja «de identificarse
subjetivamente con el propio cuerpo»[161], ya que le quita todo
significado. Vive el sexo como evasión de sí mismo y como renuncia a la
belleza de la unión.
156. Es importante ser claros en el rechazo de toda forma de
sometimiento sexual. Por ello conviene evitar toda interpretación
inadecuada del texto de la carta a los Efesios donde se pide que «las
mujeres estén sujetas a sus maridos» (Ef 5,22). San Pablo se expresa
aquí en categorías culturales propias de aquella época, pero nosotros no
debemos asumir ese ropaje cultural, sino el mensaje revelado que subyace
en el conjunto de la perícopa. Retomemos la sabia explicación de san Juan
Pablo II: «El amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual la
mujer se convertiría en sierva o esclava del marido […] La comunidad o
unidad que deben formar por el matrimonio se realiza a través de una
recíproca donación, que es también una mutua sumisión»[162]. Por eso se
dice también que «los maridos deben amar a sus mujeres como a sus
propios cuerpos» (Ef 5,28). En realidad el texto bíblico invita a superar el
cómodo individualismo para vivir referidos a los demás, «sujetos los unos a
los otros» (Ef 5,21). En el matrimonio, esta recíproca «sumisión» adquiere
un significado especial, y se entiende como una pertenencia mutua
libremente elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto y
cuidado. La sexualidad está de modo inseparable al servicio de esa amistad
conyugal, porque se orienta a procurar que el otro viva en plenitud.
157. Sin embargo, el rechazo de las desviaciones de la sexualidad y del
erotismo nunca debería llevarnos a su desprecio ni a su descuido. El ideal
del matrimonio no puede configurarse sólo como una donación generosa y
sacrificada, donde cada uno renuncia a toda necesidad personal y sólo se
preocupa por hacer el bien al otro sin satisfacción alguna. Recordemos que
un verdadero amor sabe también recibir del otro, es capaz de aceptarse
vulnerable y necesitado, no renuncia a acoger con sincera y feliz gratitud
las expresiones corpóreas del amor en la caricia, el abrazo, el beso y la
unión sexual. Benedicto XVI era claro al respecto: «Si el hombre
pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una
herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad»[163].
Por esta razón, «el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor
oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe
recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[164].
Esto supone, de todos modos, recordar que el equilibrio humano es frágil,
que siempre permanece algo que se resiste a ser humanizado y que en
cualquier momento puede desbocarse de nuevo, recuperando sus
tendencias más primitivas y egoístas.
Matrimonio y virginidad
158. «Muchas personas que viven sin casarse, no sólo se dedican a su
familia de origen, sino que a menudo cumplen grandes servicios en su
círculo de amigos, en la comunidad eclesial y en la vida profesional […]
Muchos, asimismo, ponen sus talentos al servicio de la comunidad cristiana
bajo la forma de la caridad y el voluntariado. Luego están los que no se
casan porque consagran su vida por amor a Cristo y a los hermanos. Su
dedicación enriquece extraordinariamente a la familia, en la Iglesia y en la
sociedad»[165].
159. La virginidad es una forma de amar. Como signo, nos recuerda la
premura del Reino, la urgencia de entregarse al servicio evangelizador sin
reservas (cf. 1 Co 7,32), y es un reflejo de la plenitud del cielo donde «ni
los hombres se casarán ni las mujer tomarán esposo» (Mt 22,30). San
Pablo la recomendaba porque esperaba un pronto regreso de Jesucristo, y
quería que todos se concentraran sólo en la evangelización: «El momento
es apremiante» (1 Co 7,29). Sin embargo, dejaba claro que era una
opinión personal o un deseo suyo (cf. 1 Co 7,68)
y no un pedido de
Cristo: «No tengo precepto del Señor» (1 Co 7,25). Al mismo tiempo,
reconocía el valor de los diferentes llamados: «cada cual tiene su propio
don de Dios, unos de un modo y otros de otro» (1 Co 7,7). En este
sentido, san Juan Pablo II dijo que los textos bíblicos «no dan fundamento
ni para sostener la “inferioridad” del matrimonio, ni la “superioridad” de la
virginidad o del celibato»[166] en razón de la abstención sexual. Más que
hablar de la superioridad de la virginidad en todo sentido, parece adecuado
mostrar que los distintos estados de vida se complementan, de tal manera
que uno puede ser más perfecto en algún sentido y otro puede serlo
desde otro punto de vista. Alejandro de Hales, por ejemplo, expresaba
que, en un sentido, el matrimonio puede considerarse superior a los demás
sacramentos, porque simboliza algo tan grande como «la unión de Cristo
con la Iglesia o la unión de la naturaleza divina con la humana»[167].
160. Por lo tanto, «no se trata de disminuir el valor del matrimonio en
beneficio de la continencia»,[168], y «no hay base alguna para una
supuesta contraposición […] Si, de acuerdo con una cierta tradición
teológica, se habla del estado de perfeción (status perfectionis), se hace
no a causa de la continencia misma, sino con relación al conjunto de la vida
fundada sobre los consejos evangélicos»[169]. Pero una persona casada
puede vivir la caridad en un altísimo grado. Entonces, «llega a esa
perfección que brota de la caridad, mediante la fidelidad al espíritu de esos
consejos. Esta perfección es posible y accesible a cada uno de los
hombres»[170].
161. La virginidad tiene el valor simbólico del amor que no necesita poseer
al otro, y refleja así la libertad del Reino de los Cielos. Es una invitación a los
esposos para que vivan su amor conyugal en la perspectiva del amor
definitivo a Cristo, como un camino común hacia la plenitud del Reino. A su
vez, el amor de los esposos tiene otros valores simbólicos: por una parte,
es un peculiar reflejo de la Trinidad. La Trinidad es unidad plena, pero en la
cual existe también la distinción. Además, la familia es un signo cristológico,
porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano
uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección: cada
cónyuge se hace «una sola carne» con el otro y se ofrece a sí mismo para
compartirlo todo con él hasta el fin. Mientras la virginidad es un signo
«escatológico» de Cristo resucitado, el matrimonio es un signo «histórico»
para los que caminamos en la tierra, un signo del Cristo terreno que aceptó
unirse a nosotros y se entregó hasta darnos su sangre. La virginidad y el
matrimonio son, y deben ser, formas diferentes de amar, porque «el
hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el
amor»[171].
162. El celibato corre el peligro de ser una cómoda soledad, que da libertad
para moverse con autonomía, para cambiar de lugares, de tareas y de
opciones, para disponer del propio dinero, para frecuentar personas
diversas según la atracción del momento. En ese caso, resplandece el
testimonio de las personas casadas. Quienes han sido llamados a la
virginidad pueden encontrar en algunos matrimonios un signo claro de la
generosa e inquebrantable fidelidad de Dios a su Alianza, que estimule sus
corazones a una disponibilidad más concreta y oblativa. Porque hay
personas casadas que mantienen su fidelidad cuando su cónyuge se ha
vuelto físicamente desagradable, o cuando no satisface las propias
necesidades, a pesar de que muchas ofertas inviten a la infidelidad o al
abandono. Una mujer puede cuidar a su esposo enfermo y allí, junto a la
Cruz, vuelve a dar el «sí» de su amor hasta la muerte. En ese amor se
manifiesta de un modo deslumbrante la dignidad del amante, dignidad
como reflejo de la caridad, puesto que es propio de la caridad amar, más
que ser amado[172]. También podemos advertir en muchas familias una
capacidad de servicio oblativo y tierno ante hijos difíciles e incluso
desagradecidos. Esto hace de esos padres un signo del amor libre y
desinteresado de Jesús. Todo esto se convierte en una invitación a las
personas célibes para que vivan su entrega por el Reino con mayor
generosidad y disponibilidad. Hoy, la secularización ha desdibujado el valor
de una unión para toda la vida y ha debilitado la riqueza de la entrega
matrimonial, por lo cual «es preciso profundizar en los aspectos positivos
del amor conyugal»[173].
La transformación del amor
163. La prolongación de la vida hace que se produzca algo que no era
común en otros tiempos: la relación íntima y la pertenencia mutua deben
conservarse por cuatro, cinco o seis décadas, y esto se convierte en una
necesidad de volver a elegirse una y otra vez. Quizás el cónyuge ya no
está apasionado por un deseo sexual intenso que le mueva hacia la otra
persona, pero siente el placer de pertenecerle y que le pertenezca, de
saber que no está solo, de tener un «cómplice», que conoce todo de su
vida y de su historia y que comparte todo. Es el compañero en el camino
de la vida con quien se pueden enfrentar las dificultades y disfrutar las
cosas lindas. Eso también produce una satisfacción que acompaña al
querer propio del amor conyugal. No podemos prometernos tener los
mismos sentimientos durante toda la vida. En cambio, sí podemos tener
un proyecto común estable, comprometernos a amarnos y a vivir unidos
hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica intimidad. El amor
que nos prometemos supera toda emoción, sentimiento o estado de
ánimo, aunque pueda incluirlos. Es un querer más hondo, con una decisión
del corazón que involucra toda la existencia. Así, en medio de un conflicto
no resuelto, y aunque muchos sentimientos confusos den vueltas por el
corazón, se mantiene viva cada día la decisión de amar, de pertenecerse,
de compartir la vida entera y de permanecer amando y perdonando. Cada
uno de los dos hace un camino de crecimiento y de cambio personal. En
medio de ese camino, el amor celebra cada paso y cada nueva etapa.
164. En la historia de un matrimonio, la apariencia física cambia, pero esto
no es razón para que la atracción amorosa se debilite. Alguien se enamora
de una persona entera con una identidad propia, no sólo de un cuerpo,
aunque ese cuerpo, más allá del desgaste del tiempo, nunca deje de
expresar de algún modo esa identidad personal que ha cautivado el
corazón. Cuando los demás ya no puedan reconocer la belleza de esa
identidad, el cónyuge enamorado sigue siendo capaz de percibirla con el
instinto del amor, y el cariño no desaparece. Reafirma su decisión de
pertenecerle, la vuelve a elegir, y expresa esa elección en una cercanía fiel
y cargada de ternura. La nobleza de su opción por ella, por ser intensa y
profunda, despierta una forma nueva de emoción en el cumplimiento de
esa misión conyugal. Porque «la emoción provocada por otro ser humano
como persona […] no tiende de por sí al acto conyugal»[174]. Adquiere
otras expresiones sensibles, porque el amor «es una única realidad, si bien
con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar
más»[175]. El vínculo encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de
volver a amasarlo una y otra vez. Pero no sólo para conservarlo, sino para
desarrollarlo. Es el camino de construirse día a día. Pero nada de esto es
posible si no se invoca al Espíritu Santo, si no se clama cada día pidiendo su
gracia, si no se busca su fuerza sobrenatural, si no se le reclama con
deseo que derrame su fuego sobre nuestro amor para fortalecerlo,
orientarlo y transformarlo en cada nueva situación.
Capítulo quinto
AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO
165. El amor siempre da vida. Por eso, el amor conyugal «no se agota
dentro de la pareja […] Los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan
más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo
permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y
de la madre»[176].
Acoger una nueva vida
166. La familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la acogida de
la vida que llega como regalo de Dios. Cada nueva vida «nos permite
descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de
sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados
antes de que lleguen»[177]. Esto nos refleja el primado del amor de Dios
que siempre toma la iniciativa, porque los hijos «son amados antes de
haber hecho algo para merecerlo»[178]. Sin embargo, «numerosos niños
desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su
futuro. Alguno se atreve a decir, casi para justificarse, que fue un error
hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es vergonzoso! […] ¿Qué hacemos
con las solemnes declaraciones de los derechos humanos o de los
derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los errores de los
adultos?»[179]. Si un niño llega al mundo en circunstancias no deseadas,
los padres, u otros miembros de la familia, deben hacer todo lo posible por
aceptarlo como don de Dios y por asumir la responsabilidad de acogerlo
con apertura y cariño. Porque «cuando se trata de los niños que vienen al
mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado
costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es
un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la
vida y a la prepotencia de los hombres»[180]. El don de un nuevo hijo,
que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la acogida, prosigue
con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como destino final el
gozo de la vida eterna. Una mirada serena hacia el cumplimiento último de
la persona humana, hará a los padres todavía más conscientes del
precioso don que les ha sido confiado. En efecto, a ellos les ha concedido
Dios elegir el nombre con el que él llamará cada uno de sus hijos por toda
la eternidad[181].
167. Las familias numerosas son una alegría para la Iglesia. En ellas, el
amor expresa su fecundidad generosa. Esto no implica olvidar una sana
advertencia de san Juan Pablo II, cuando explicaba que la paternidad
responsable no es «procreación ilimitada o falta de conciencia de lo que
implica educar a los hijos, sino más bien la facultad que los esposos tienen
de usar su libertad inviolable de modo sabio y responsable, teniendo en
cuenta tanto las realidades sociales y demográficas, como su propia
situación y sus deseos legítimos»[182].
El amor en la espera propia del embarazo
168. El embarazo es una época difícil, pero también es un tiempo
maravilloso. La madre acompaña a Dios para que se produzca el milagro
de una nueva vida. La maternidad surge de una «particular potencialidad
del organismo femenino, que con peculiaridad creadora sirve a la
concepción y a la generación del ser humano»[183]. Cada mujer participa
del «misterio de la creación, que se renueva en la generación
humana»[184]. Es como dice el Salmo: «Tú me has tejido en el seno
materno» (139,13). Cada niño que se forma dentro de su madre es un
proyecto eterno del Padre Dios y de su amor eterno: «Antes de formarte
en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te
consagré» (Jr 1,5). Cada niño está en el corazón de Dios desde siempre,
y en el momento en que es concebido se cumple el sueño eterno del
Creador. Pensemos cuánto vale ese embrión desde el instante en que es
concebido. Hay que mirarlo con esos ojos de amor del Padre, que mira
más allá de toda apariencia.
169. La mujer embarazada puede participar de ese proyecto de Dios
soñando a su hijo: «Toda mamá y todo papá soñó a su hijo durante
nueve meses […] No es posible una familia sin soñar. Cuando en una
familia se pierde la capacidad de soñar los chicos no crecen, el amor no
crece, la vida se debilita y se apaga»[185]. Dentro de ese sueño, para un
matrimonio cristiano, aparece necesariamente el bautismo. Los padres lo
preparan con su oración, entregando su hijo a Jesús ya antes de su
nacimiento.
170. Con los avances de las ciencias hoy se puede saber de antemano
qué color de cabellos tendrá el niño y qué enfermedades podrá sufrir en el
futuro, porque todas las características somáticas de esa persona están
inscritas en su código genético ya en el estado embrionario. Pero sólo el
Padre que lo creó lo conoce en plenitud. Sólo él conoce lo más valioso, lo
más importante, porque él sabe quién es ese niño, cuál es su identidad
más honda. La madre que lo lleva en su seno necesita pedir luz a Dios
para poder conocer en profundidad a su propio hijo y para esperarlo tal
cual es. Algunos padres sienten que su niño no llega en el mejor momento.
Les hace falta pedirle al Señor que los sane y los fortalezca para aceptar
plenamente a ese hijo, para que puedan esperarlo de corazón. Es
importante que ese niño se sienta esperado. Él no es un complemento o
una solución para una inquietud personal. Es un ser humano, con un valor
inmenso, y no puede ser usado para el propio beneficio. Entonces, no es
importante si esa nueva vida te servirá o no, si tiene características que te
agradan o no, si responde o no a tus proyectos y a tus sueños. Porque
«los hijos son un don. Cada uno es único e irrepetible […] Se ama a un
hijo porque es hijo, no porque es hermoso o porque es de una o de otra
manera; no, porque es hijo. No porque piensa como yo o encarna mis
deseos. Un hijo es un hijo»[186]. El amor de los padres es instrumento del
amor del Padre Dios que espera con ternura el nacimiento de todo niño, lo
acepta sin condiciones y lo acoge gratuitamente.
171. A cada mujer embarazada quiero pedirle con afecto: Cuida tu alegría,
que nada te quite el gozo interior de la maternidad. Ese niño merece tu
alegría. No permitas que los miedos, las preocupaciones, los comentarios
ajenos o los problemas apaguen esa felicidad de ser instrumento de Dios
para traer una nueva vida al mundo. Ocúpate de lo que haya que hacer o
preparar, pero sin obsesionarte, y alaba como María: «Proclama mi alma la
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha
mirado la humillación de su sierva» (Lc 1,4648).
Vive ese sereno
entusiasmo en medio de tus molestias, y ruega al Señor que cuide tu
alegría para que puedas transmitirla a tu niño.
Amor de madre y de padre
172. «Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a la
comida y los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales del
amor. Los actos de amor pasan a través del don del nombre personal, el
lenguaje compartido, las intenciones de las miradas, las iluminaciones de las
sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres humanos
apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del
otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor […] y esto es amor, que
trae una chispa del amor de Dios»[187]. Todo niño tiene derecho a recibir
el amor de una madre y de un padre, ambos necesarios para su
maduración íntegra y armoniosa. Como dijeron los Obispos de Australia,
ambos «contribuyen, cada uno de una manera distinta, a la crianza de un
niño. Respetar la dignidad de un niño significa afirmar su necesidad y
derecho natural a una madre y a un padre»[188]. No se trata sólo del
amor del padre y de la madre por separado, sino también del amor entre
ellos, percibido como fuente de la propia existencia, como nido que acoge
y como fundamento de la familia. De otro modo, el hijo parece reducirse a
una posesión caprichosa. Ambos, varón y mujer, padre y madre, son
«cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus
intérpretes»[189]. Muestran a sus hijos el rostro materno y el rostro
paterno del Señor. Además, ellos juntos enseñan el valor de la
reciprocidad, del encuentro entre diferentes, donde cada uno aporta su
propia identidad y sabe también recibir del otro. Si por alguna razón
inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún modo de
compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo.
173. El sentimiento de orfandad que viven hoy muchos niños y jóvenes es
más profundo de lo que pensamos. Hoy reconocemos como muy legítimo,
e incluso deseable, que las mujeres quieran estudiar, trabajar, desarrollar
sus capacidades y tener objetivos personales. Pero, al mismo tiempo, no
podemos ignorar la necesidad que tienen los niños de la presencia
materna, especialmente en los primeros meses de vida. La realidad es que
«la mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida
humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al
mundo»[190]. El debilitamiento de la presencia materna con sus cualidades
femeninas es un riesgo grave para nuestra tierra. Valoro el feminismo
cuando no pretende la uniformidad ni la negación de la maternidad. Porque
la grandeza de la mujer implica todos los derechos que emanan de su
inalienable dignidad humana, pero también de su genio femenino,
indispensable para la sociedad[191]. Sus capacidades específicamente
femeninas —en particular la maternidad— le otorgan también deberes,
porque su ser mujer implica también una misión peculiar en esta tierra, que
la sociedad necesita proteger y preservar para bien de todos.
174. De hecho, «las madres son el antídoto más fuerte ante la difusión del
individualismo egoísta […] Son ellas quienes testimonian la belleza de la
vida»[192]. Sin duda, «una sociedad sin madres sería una sociedad
inhumana, porque las madres saben testimoniar siempre, incluso en los
peores momentos, la ternura, la entrega, la fuerza moral. Las madres
transmiten a menudo también el sentido más profundo de la práctica
religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción
que aprende un niño[…] Sin las madres, no sólo no habría nuevos fieles,
sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo. […]
Queridísimas mamás, gracias, gracias por lo que sois en la familia y por lo
que dais a la Iglesia y al mundo»[193].
175. La madre, que ampara al niño con su ternura y su compasión, le
ayuda a despertar la confianza, a experimentar que el mundo es un lugar
bueno que lo recibe, y esto permite desarrollar una autoestima que
favorece la capacidad de intimidad y la empatía. La figura paterna, por otra
parte, ayuda a percibir los límites de la realidad, y se caracteriza más por la
orientación, por la salida hacia el mundo más amplio y desafiante, por la
invitación al esfuerzo y a la lucha. Un padre con una clara y feliz identidad
masculina, que a su vez combine en su trato con la mujer el afecto y la
protección, es tan necesario como los cuidados maternos. Hay roles y
tareas flexibles, que se adaptan a las circunstancias concretas de cada
familia, pero la presencia clara y bien definida de las dos figuras, femenina
y masculina, crea el ámbito más adecuado para la maduración del niño.
176. Se dice que nuestra sociedad es una «sociedad sin padres». En la
cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente ausente,
desviada, desvanecida. Aun la virilidad pareciera cuestionada. Se ha
producido una comprensible confusión, porque «en un primer momento
esto se percibió como una liberación: liberación del padrepatrón,
del padre
como representante de la ley que se impone desde fuera, del padre como
censor de la felicidad de los hijos y obstáculo a la emancipación y
autonomía de los jóvenes. A veces, en el pasado, en algunas casas,
reinaba el autoritarismo, en ciertos casos nada menos que el
maltrato»[194]. Pero, «como sucede con frecuencia, se pasa de un
extremo a otro. El problema de nuestros días no parece ser ya tanto la
presencia entrometida del padre, sino más bien su ausencia, el hecho de
no estar presente. El padre está algunas veces tan concentrado en sí
mismo y en su trabajo, y a veces en sus propias realizaciones individuales,
que olvida incluso a la familia. Y deja solos a los pequeños y a los
jóvenes»[195]. La presencia paterna, y por tanto su autoridad, se ve
afectada también por el tiempo cada vez mayor que se dedica a los
medios de comunicación y a la tecnología de la distracción. Hoy, además,
la autoridad está puesta bajo sospecha y los adultos son crudamente
cuestionados. Ellos mismos abandonan las certezas y por eso no dan
orientaciones seguras y bien fundadas a sus hijos. No es sano que se
intercambien los roles entre padres e hijos, lo cual daña el adecuado
proceso de maduración que los niños necesitan recorrer y les niega un
amor orientador que les ayude a madurar[196].
177. Dios pone al padre en la familia para que, con las características
valiosas de su masculinidad, «sea cercano a la esposa, para compartir
todo, alegrías y dolores, cansancios y esperanzas. Y que sea cercano a los
hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando tienen ocupaciones,
cuando están despreocupados y cuando están angustiados, cuando se
expresan y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando tienen
miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando vuelven a encontrar el
camino; padre presente, siempre. Decir presente no es lo mismo que decir
controlador. Porque los padres demasiado controladores anulan a los
hijos»[197]. Algunos padres se sienten inútiles o innecesarios, pero la
verdad es que «los hijos necesitan encontrar un padre que los espera
cuando regresan de sus fracasos. Harán de todo por no admitirlo, para no
hacerlo ver, pero lo necesitan»[198]. No es bueno que los niños se
queden sin padres y así dejen de ser niños antes de tiempo.
Fecundidad ampliada
178. Muchas parejas de esposos no pueden tener hijos. Sabemos lo
mucho que se sufre por ello. Por otro lado, sabemos también que «el
matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación […] Por
ello, aunque la prole, tan deseada, muchas veces falte, el matrimonio,
como amistad y comunión de la vida toda, sigue existiendo y conserva su
valor e indisolubilidad»[199]. Además, «la maternidad no es una realidad
exclusivamente biológica, sino que se expresa de diversas maneras»[200].
179. La adopción es un camino para realizar la maternidad y la paternidad
de una manera muy generosa, y quiero alentar a quienes no pueden tener
hijos a que sean magnánimos y abran su amor matrimonial para recibir a
quienes están privados de un adecuado contexto familiar. Nunca se
arrepentirán de haber sido generosos. Adoptar es el acto de amor de
regalar una familia a quien no la tiene. Es importante insistir en que la
legislación pueda facilitar los trámites de adopción, sobre todo en los casos
de hijos no deseados, en orden a prevenir el aborto o el abandono. Los
que asumen el desafío de adoptar y acogen a una persona de manera
incondicional y gratuita, se convierten en mediaciones de ese amor de Dios
que dice: «Aunque tu madre te olvidase, yo jamás te olvidaría» (Is
49,15).
180. «La opción de la adopción y de la acogida expresa una fecundidad
particular de la experiencia conyugal, no sólo en los casos de esposos con
problemas de fertilidad […] Frente a situaciones en las que el hijo es
querido a cualquier precio, como un derecho a la propia autoafirmación, la
adopción y la acogida, entendidas correctamente, muestran un aspecto
importante del ser padres y del ser hijos, en cuanto ayudan a reconocer
que los hijos, tanto naturales como adoptados o acogidos, son otros
sujetos en sí mismos y que hace falta recibirlos, amarlos, hacerse cargo de
ellos y no sólo traerlos al mundo. El interés superior del niño debe primar en
los procesos de adopción y acogida»[201]. Por otra parte, «se debe frenar
el tráfico de niños entre países y continentes mediante oportunas medidas
legislativas y el control estatal»[202].
181. Conviene también recordar que la procreación o la adopción no son
las únicas maneras de vivir la fecundidad del amor. Aun la familia con
muchos hijos está llamada a dejar su huella en la sociedad donde está
inserta, para desarrollar otras formas de fecundidad que son como la
prolongación del amor que la sustenta. No olviden las familias cristianas que
«la fe no nos aleja del mundo, sino que nos introduce más profundamente
en él […] Cada uno de nosotros tiene un papel especial que desempeñar
en la preparación de la venida del Reino de Dios»[203]. La familia no debe
pensar a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la sociedad.
No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria. Así
se convierte en un nexo de integración de la persona con la sociedad y en
un punto de unión entre lo público y lo privado. Los matrimonios necesitan
adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus deberes sociales.
Cuando esto sucede, el afecto que los une no disminuye, sino que se llena
de nueva luz, como lo expresan los siguientes versos:
«Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos».[204]
182. Ninguna familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado
diferente o «separada». Para evitar este riesgo, recordemos que la familia
de Jesús, llena de gracia y de sabiduría, no era vista como una familia
«rara», como un hogar extraño y alejado del pueblo. Por eso mismo a la
gente le costaba reconocer la sabiduría de Jesús y decía: «¿De dónde saca
todo eso? […] ¿No es este el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6,23).
«¿No es el hijo del carpintero?» (Mc 6,23).
«¿No es este el hijo del
carpintero?» (Mt 13,55). Esto confirma que era una familia sencilla,
cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco
creció en una relación cerrada y absorbente con María y con José, sino
que se movía gustosamente en la familia ampliada, que incluía a los
parientes y amigos. Eso explica que, cuando volvían de Jerusalén, sus
padres aceptaban que el niño de doce años se perdiera en la caravana un
día entero, escuchando las narraciones y compartiendo las preocupaciones
de todos: «Creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de
un día» (Lc 2,44). Sin embargo a veces sucede que algunas familias
cristianas, por el lenguaje que usan, por el modo de decir las cosas, por el
estilo de su trato, por la repetición constante de dos o tres temas, son
vistas como lejanas, como separadas de la sociedad, y hasta sus propios
parientes se sienten despreciados o juzgados por ellas.
183. Un matrimonio que experimente la fuerza del amor, sabe que ese
amor está llamado a sanar las heridas de los abandonados, a instaurar la
cultura del encuentro, a luchar por la justicia. Dios ha confiado a la familia el
proyecto de hacer «doméstico» el mundo[205], para que todos lleguen a
sentir a cada ser humano como un hermano: «Una mirada atenta a la
vida cotidiana de los hombres y mujeres de hoy muestra inmediatamente
la necesidad que hay por todos lados de una robusta inyección de espíritu
familiar […] No sólo la organización de la vida común se topa cada vez
más con una burocracia del todo extraña a las uniones humanas
fundamentales, sino, incluso, las costumbres sociales y políticas muestran
a menudo signos de degradación»[206]. En cambio, las familias abiertas y
solidarias hacen espacio a los pobres, son capaces de tejer una amistad
con quienes lo están pasando peor que ellas. Si realmente les importa el
Evangelio, no pueden olvidar lo que dice Jesús: «Que cada vez que lo
hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25,40). En definitiva, viven lo que se nos pide con tanta
elocuencia en este texto: «Cuando des una comida o una cena, no llames
a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos.
Porque si luego ellos te invitan a ti, esa será tu recompensa. Cuando des
un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos, y
serás dichoso» (Lc 14,1214).
¡Serás dichoso! He aquí el secreto de una
familia feliz.
184. Con el testimonio, y también con la palabra, las familias hablan de
Jesús a los demás, transmiten la fe, despiertan el deseo de Dios, y
muestran la belleza del Evangelio y del estilo de vida que nos propone. Así,
los matrimonios cristianos pintan el gris del espacio público llenándolo del
color de la fraternidad, de la sensibilidad social, de la defensa de los
frágiles, de la fe luminosa, de la esperanza activa. Su fecundidad se amplía
y se traduce en miles de maneras de hacer presente el amor de Dios en la
sociedad.
Discernir el cuerpo
185. En esta línea es conveniente tomar muy en serio un texto bíblico que
suele ser interpretado fuera de su contexto, o de una manera muy
general, con lo cual se puede descuidar su sentido más inmediato y
directo, que es marcadamente social. Se trata de 1 Co 11,1734,
donde
san Pablo enfrenta una situación vergonzosa de la comunidad. Allí, algunas
personas acomodadas tendían a discriminar a los pobres, y esto se
producía incluso en el ágape que acompañaba a la celebración de la
Eucaristía. Mientras los ricos gustaban sus manjares, los pobres se
quedaban mirando y sin tener qué comer: Así, «uno pasa hambre, el otro
está borracho. ¿No tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis en tan
poco a la Iglesia de Dios que humilláis a los pobres?» (vv. 2122).
186. La Eucaristía reclama la integración en un único cuerpo eclesial. Quien
se acerca al Cuerpo y a la Sangre de Cristo no puede al mismo tiempo
ofender este mismo Cuerpo provocando escandalosas divisiones y
discriminaciones entre sus miembros. Se trata, pues, de «discernir» el
Cuerpo del Señor, de reconocerlo con fe y caridad, tanto en los signos
sacramentales como en la comunidad, de otro modo, se come y se bebe
la propia condenación (cf. v. 11, 29). Este texto bíblico es una seria
advertencia para las familias que se encierran en su propia comodidad y se
aíslan, pero más particularmente para las familias que permanecen
indiferentes ante el sufrimiento de las familias pobres y más necesitadas.
La celebración eucarística se convierte así en un constante llamado para
«que cada cual se examine» (v. 28) en orden a abrir las puertas de la
propia familia a una mayor comunión con los descartables de la sociedad,
y, entonces sí, recibir el Sacramento del amor eucarístico que nos hace un
sólo cuerpo. No hay que olvidar que «la “mística” del Sacramento tiene un
carácter social»[207]. Cuando quienes comulgan se resisten a dejarse
impulsar en un compromiso con los pobres y sufrientes, o consienten
distintas formas de división, de desprecio y de inequidad, la Eucaristía es
recibida indignamente. En cambio, las familias que se alimentan de la
Eucaristía con adecuada disposición refuerzan su deseo de fraternidad, su
sentido social y su compromiso con los necesitados.
La vida en la familia grande
187. El pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada,
donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos. En esa
familia grande puede haber algunos necesitados de ayuda, o al menos de
compañía y de gestos de afecto, o puede haber grandes sufrimientos que
necesitan un consuelo[208]. El individualismo de estos tiempos a veces
lleva a encerrarse en un pequeño nido de seguridad y a sentir a los otros
como un peligro molesto. Sin embargo, ese aislamiento no brinda más paz
y felicidad, sino que cierra el corazón de la familia y la priva de la amplitud
de la existencia.
Ser hijos
188. En primer lugar, hablemos de los propios padres. Jesús recordaba a
los fariseos que el abandono de los padres está en contra de la Ley de
Dios (cf. Mc 7,813).
A nadie le hace bien perder la conciencia de ser hijo.
En cada persona, «incluso cuando se llega a la edad de adulto o anciano,
también si se convierte en padre, si ocupa un sitio de responsabilidad, por
debajo de todo esto permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y
esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado
nosotros mismos sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el
primer regalo que nos ha sido dado»[209].
189. Por eso, «el cuarto mandamiento pide a los hijos […] que honren al
padre y a la madre (cf. Ex 20,12). Este mandamiento viene
inmediatamente después de los que se refieren a Dios mismo. En efecto,
encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz de cualquier otro
tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación bíblica del cuarto
mandamiento se añade: “para que se prolonguen tus días en la tierra que
el Señor, tu Dios, te va a dar”. El vínculo virtuoso entre las generaciones es
garantía de futuro, y es garantía de una historia verdaderamente humana.
Una sociedad de hijos que no honran a sus padres es una sociedad sin
honor […] Es una sociedad destinada a poblarse de jóvenes desapacibles
y ávidos»[210].
190. Pero la moneda tiene otra cara: «Abandonará el hombre a su padre y
a su madre» (Gn 2,24), dice la Palabra de Dios. Esto a veces no se
cumple, y el matrimonio no termina de asumirse porque no se ha hecho
esa renuncia y esa entrega. Los padres no deben ser abandonados ni
descuidados, pero para unirse en matrimonio hay que dejarlos, de manera
que el nuevo hogar sea la morada, la protección, la plataforma y el
proyecto, y sea posible convertirse de verdad en «una sola carne» (ibíd.).
En algunos matrimonios ocurre que se ocultan muchas cosas al propio
cónyuge que, en cambio se hablan con los propios padres, hasta el punto
que importan más las opiniones de los padres que los sentimientos y las
opiniones del cónyuge. No es fácil sostener esta situación por mucho
tiempo, y sólo cabe de manera provisoria, mientras se crean las
condiciones para crecer en la confianza y en la comunicación. El matrimonio
desafía a encontrar una nueva manera de ser hijos.
Los ancianos
191. «No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no
me abandones» (Sal 71,9). Es el clamor del anciano, que teme el olvido y
el desprecio. Así como Dios nos invita a ser sus instrumentos para
escuchar la súplica de los pobres, también espera que escuchemos el grito
de los ancianos[211]. Esto interpela a las familias y a las comunidades,
porque «la Iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de
intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la
vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de
hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad. Los
ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes
que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra
diaria batalla por una vida digna»[212]. Por eso, «¡cuánto quisiera una
Iglesia que desafía la cultura del descarte con la alegría desbordante de un
nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos!»[213].
192. San Juan Pablo II nos invitó a prestar atención al lugar del anciano en
la familia, porque hay culturas que, «como consecuencia de un
desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen
llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación»[214]. Los
ancianos ayudan a percibir «la continuidad de las generaciones», con «el
carisma de servir de puente»[215]. Muchas veces son los abuelos quienes
aseguran la transmisión de los grandes valores a sus nietos, y «muchas
personas pueden reconocer que deben precisamente a sus abuelos la
iniciación a la vida cristiana»[216]. Sus palabras, sus caricias o su sola
presencia, ayudan a los niños a reconocer que la historia no comienza con
ellos, que son herederos de un viejo camino y que es necesario respetar el
trasfondo que nos antecede. Quienes rompen lazos con la historia tendrán
dificultades para tejer relaciones estables y para reconocer que no son los
dueños de la realidad. Entonces, «la atención a los ancianos habla de la
calidad de una civilización. ¿Se presta atención al anciano en una
civilización? ¿Hay sitio para el anciano? Esta civilización seguirá adelante si
sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos»[217].
193. La ausencia de memoria histórica es un serio defecto de nuestra
sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue». Conocer y poder tomar
posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad de
construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria:
«Recordad aquellos días primeros» (Hb 10,32). Las narraciones de los
ancianos hacen mucho bien a los niños y jóvenes, ya que los conectan con
la historia vivida tanto de la familia como del barrio y del país. Una familia
que no respeta y atiende a sus abuelos, que son su memoria viva, es una
familia desintegrada; pero una familia que recuerda es una familia con
porvenir. Por lo tanto, «en una civilización en la que no hay sitio para los
ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta sociedad lleva
consigo el virus de la muerte»[218], ya que «se arranca de sus propias
raíces»[219]. El fenómeno de la orfandad contemporánea, en términos de
discontinuidad, desarraigo y caída de las certezas que dan forma a la vida,
nos desafía a hacer de nuestras familias un lugar donde los niños puedan
arraigarse en el suelo de una historia colectiva.
Ser hermanos
194. La relación entre los hermanos se profundiza con el paso del tiempo,
y «el vínculo de fraternidad que se forma en la familia entre los hijos, si se
da en un clima de educación abierto a los demás, es una gran escuela de
libertad y de paz. En la familia, entre hermanos, se aprende la convivencia
humana […] Tal vez no siempre somos conscientes de ello, pero es
precisamente la familia la que introduce la fraternidad en el mundo. A partir
de esta primera experiencia de hermandad, nutrida por los afectos y por la
educación familiar, el estilo de la fraternidad se irradia como una promesa
sobre toda la sociedad»[220].
195. Crecer entre hermanos brinda la hermosa experiencia de cuidarnos,
de ayudar y de ser ayudados. Por eso, «la fraternidad en la familia
resplandece de modo especial cuando vemos el cuidado, la paciencia, el
afecto con los cuales se rodea al hermanito o a la hermanita más débiles,
enfermos, o con discapacidad»[221]. Hay que reconocer que «tener un
hermano, una hermana que te quiere, es una experiencia fuerte,
impagable, insustituible»[222], pero hay que enseñar con paciencia a los
hijos a tratarse como hermanos. Ese aprendizaje, a veces costoso, es una
verdadera escuela de sociabilidad. En algunos países existe una fuerte
tendencia a tener un solo hijo, con lo cual la experiencia de ser hermano
comienza a ser poco común. En los casos en que no se haya podido tener
más de un hijo, habrá que encontrar las maneras de que el niño no crezca
solo o aislado.
Un corazón grande
196. Además del círculo pequeño que conforman los cónyuges y sus hijos,
está la familia grande que no puede ser ignorada. Porque «el amor entre el
hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más amplia, el
amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e hijos, entre
hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está animado e
impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia a
una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la
comunidad conyugal y familiar»[223]. Allí también se integran los amigos y
las familias amigas, e incluso las comunidades de familias que se apoyan
mutuamente en sus dificultades, en su compromiso social y en su fe.
197. Esta familia grande debería integrar con mucho amor a las madres
adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres solas que deben llevar
adelante la educación de sus hijos, a las personas con alguna discapacidad
que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que luchan contra
una adicción, a los solteros, separados o viudos que sufren la soledad, a
los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de sus hijos, y en su
seno tienen cabida «incluso los más desastrosos en las conductas de su
vida»[224]. También puede ayudar a compensar las fragilidades de los
padres, o detectar y denunciar a tiempo posibles situaciones de violencia o
incluso de abuso sufridas por los niños, dándoles un amor sano y una
tutela familiar cuando sus padres no pueden asegurarla.
198. Finalmente, no se puede olvidar que en esta familia grande están
también el suegro, la suegra y todos los parientes del cónyuge. Una
delicadeza propia del amor consiste en evitar verlos como competidores,
como seres peligrosos, como invasores. La unión conyugal reclama
respetar sus tradiciones y costumbres, tratar de comprender su lenguaje,
contener las críticas, cuidarlos e integrarlos de alguna manera en el propio
corazón, aun cuando haya que preservar la legítima autonomía y la
intimidad de la pareja. Estas actitudes son también un modo exquisito de
expresar la generosidad de la entrega amorosa al propio cónyuge.
Capítulo sexto
ALGUNAS PERSPECTIVAS PASTORALES
199. El diálogo del camino sinodal llevaron a plantear la necesidad de
desarrollar nuevos caminos pastorales, que procuraré recoger ahora de
manera general. Serán las distintas comunidades quienes deberán elaborar
propuestas más prácticas y eficaces, que tengan en cuenta tanto las
enseñanzas de la Iglesia como las necesidades y los desafíos locales. Sin
pretender presentar aquí una pastoral de la familia, quiero detenerme sólo
a recoger algunos de los grandes desafíos pastorales.
Anunciar el Evangelio de la familia hoy
200. Los Padres sinodales insistieron en que las familias cristianas, por la
gracia del sacramento nupcial, son los principales sujetos de la pastoral
familiar, sobre todo aportando «el testimonio gozoso de los cónyuges y de
las familias, iglesias domésticas»[225]. Por ello, remarcaron que «se trata
de hacer experimentar que el Evangelio de la familia es alegría que “llena el
corazón y la vida entera”, porque en Cristo somos “liberados del pecado,
de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (Evangelii gaudium, 1). A la
luz de la parábola del sembrador (cf. Mt 13,39),
nuestra tarea es
cooperar en la siembra: lo demás es obra de Dios. Tampoco hay que
olvidar que la Iglesia que predica sobre la familia es signo de
contradicción»[226], pero los matrimonios agradecen que los pastores les
ofrezcan motivaciones para una valiente apuesta por un amor fuerte,
sólido, duradero, capaz de hacer frente a todo lo que se le cruce por
delante. La Iglesia quiere llegar a las familias con humilde comprensión, y
su deseo «es acompañar a cada una y a todas las familias para que
puedan descubrir la mejor manera de superar las dificultades que se
encuentran en su camino»[227]. No basta incorporar una genérica
preocupación por la familia en los grandes proyectos pastorales. Para que
las familias puedan ser cada vez más sujetos activos de la pastoral
familiar, se requiere «un esfuerzo evangelizador y catequístico dirigido a la
familia»[228], que la oriente en este sentido.
201. «Esto exige a toda la Iglesia una conversión misionera: es necesario
no quedarse en un anuncio meramente teórico y desvinculado de los
problemas reales de las personas»[229]. La pastoral familiar «debe hacer
experimentar que el Evangelio de la familia responde a las expectativas
más profundas de la persona humana: a su dignidad y a la realización
plena en la reciprocidad, en la comunión y en la fecundidad. No se trata
solamente de presentar una normativa, sino de proponer valores,
respondiendo a la necesidad que se constata hoy, incluso en los países
más secularizados, de tales valores»[230]. También «se ha subrayado la
necesidad de una evangelización que denuncie con franqueza los
condicionamientos culturales, sociales, políticos y económicos, como el
espacio excesivo concedido a la lógica de mercado, que impiden una
auténtica vida familiar, determinando discriminaciones, pobreza, exclusiones
y violencia. Para ello, hay que entablar un diálogo y una cooperación con
las estructuras sociales, así como alentar y sostener a los laicos que se
comprometen, como cristianos, en el ámbito cultural y sociopolítico»[231].
202. «La principal contribución a la pastoral familiar la ofrece la parroquia,
que es una familia de familias, donde se armonizan los aportes de las
pequeñas comunidades, movimientos y asociaciones eclesiales»[232].
Junto con una pastoral específicamente orientada a las familias, se nos
plantea la necesidad de «una formación más adecuada de los presbíteros,
los diáconos, los religiosos y las religiosas, los catequistas y otros agentes
pastorales»[233]. En las respuestas a las consultas enviadas a todo el
mundo, se ha destacado que a los ministros ordenados les suele faltar
formación adecuada para tratar los complejos problemas actuales de las
familias. En este sentido, también puede ser útil la experiencia de la larga
tradición oriental de los sacerdotes casados.
203. Los seminaristas deberían acceder a una formación interdisciplinaria
más amplia sobre noviazgo y matrimonio, y no sólo en cuanto a la
doctrina. Además, la formación no siempre les permite desplegar su
mundo psicoafectivo. Algunos llevan sobre sus vidas la experiencia de su
propia familia herida, con ausencia de padres y con inestabilidad emocional.
Habrá que garantizar durante la formación una maduración para que los
futuros ministros posean el equilibrio psíquico que su tarea les exige. Los
vínculos familiares son fundamentales para fortalecer la sana autoestima
de los seminaristas. Por ello es importante que las familias acompañen
todo el proceso del seminario y del sacerdocio, ya que ayudan a
fortalecerlo de un modo realista. En ese sentido, es saludable la
combinación de algún tiempo de vida en el seminario con otro de vida en
parroquias, que permita tomar mayor contacto con la realidad concreta de
las familias. En efecto, a lo largo de su vida pastoral el sacerdote se
encuentra sobre todo con familias. «La presencia de los laicos y de las
familias, en particular la presencia femenina, en la formación sacerdotal,
favorece el aprecio por la variedad y complementariedad de las diversas
vocaciones en la Iglesia»[234].
204. Las respuestas a las consultas también expresan con insistencia la
necesidad de la formación de agentes laicos de pastoral familiar con ayuda
de psicopedagogos, médicos de familia, médicos comunitarios, asistentes
sociales, abogados de minoridad y familia, con apertura a recibir los
aportes de la psicología, la sociología, la sexología, e incluso el counseling.
Los profesionales, en especial quienes tienen experiencia de
acompañamiento, ayudan a encarnar las propuestas pastorales en las
situaciones reales y en las inquietudes concretas de las familias. «Los
caminos y cursos de formación destinados específicamente a los agentes
de pastoral podrán hacerles idóneos para inserir el mismo camino de
preparación al matrimonio en la dinámica más amplia de la vida
eclesial»[235]. Una buena capacitación pastoral es importante «sobre todo
a la vista de las situaciones particulares de emergencia derivadas de los
casos de violencia doméstica y el abuso sexual»[236]. Todo esto de
ninguna manera disminuye, sino que complementa, el valor fundamental
de la dirección espiritual, de los inestimables recursos espirituales de la
Iglesia y de la Reconciliación sacramental.
Guiar a los prometidos en el camino de preparación al matrimonio
205. Los Padres sinodales han dicho de diversas maneras que necesitamos
ayudar a los jóvenes a descubrir el valor y la riqueza del matrimonio[237].
Deben poder percibir el atractivo de una unión plena que eleva y
perfecciona la dimensión social de la existencia, otorga a la sexualidad su
mayor sentido, a la vez que promueve el bien de los hijos y les ofrece el
mejor contexto para su maduración y educación.
206. «La compleja realidad social y los desafíos que la familia está llamada
a afrontar hoy requieren un compromiso mayor de toda la comunidad
cristiana en la preparación de los prometidos al matrimonio. Es preciso
recordar la importancia de las virtudes. Entre estas, la castidad resulta
condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal.
Respecto a esta necesidad, los Padres sinodales eran concordes en
subrayar la exigencia de una mayor implicación de toda la comunidad,
privilegiando el testimonio de las familias, además de un arraigo de la
preparación al matrimonio en el camino de iniciación cristiana, haciendo
hincapié en el nexo del matrimonio con el bautismo y los otros
sacramentos. Del mismo modo, se puso de relieve la necesidad de
programas específicos para la preparación próxima al matrimonio que sean
una auténtica experiencia de participación en la vida eclesial y profundicen
en los diversos aspectos de la vida familiar»[238].
207. Invito a las comunidades cristianas a reconocer que acompañar el
camino de amor de los novios es un bien para ellas mismas. Como bien
dijeron los Obispos de Italia, los que se casan son para su comunidad
cristiana «un precioso recurso, porque, empeñándose con sinceridad para
crecer en el amor y en el don recíproco, pueden contribuir a renovar el
tejido mismo de todo el cuerpo eclesial: la particular forma de amistad que
ellos viven puede volverse contagiosa, y hacer crecer en la amistad y en la
fraternidad a la comunidad cristiana de la cual forman parte»[239]. Hay
diversas maneras legítimas de organizar la preparación próxima al
matrimonio, y cada Iglesia local discernirá lo que sea mejor, procurando
una formación adecuada que al mismo tiempo no aleje a los jóvenes del
sacramento. No se trata de darles todo el Catecismo ni de saturarlos con
demasiados temas. Porque aquí también vale que «no el mucho saber
harta y satisface al alma, sino el sentir y gustar de las cosas
interiormente»[240]. Interesa más la calidad que la cantidad, y hay que
dar prioridad —junto con un renovado anuncio del kerygma— a aquellos
contenidos que, comunicados de manera atractiva y cordial, les ayuden a
comprometerse en un camino de toda la vida «con gran ánimo y
liberalidad»[241]. Se trata de una suerte de «iniciación» al sacramento del
matrimonio que les aporte los elementos necesarios para poder recibirlo
con las mejores disposiciones y comenzar con cierta solidez la vida familiar.
208. Conviene encontrar además las maneras, a través de las familias
misioneras, de las propias familias de los novios y de diversos recursos
pastorales, de ofrecer una preparación remota que haga madurar el amor
que se tienen, con un acompañamiento cercano y testimonial. Suelen ser
muy útiles los grupos de novios y las ofertas de charlas opcionales sobre
una variedad de temas que interesan realmente a los jóvenes. No
obstante, son indispensables algunos momentos personalizados, porque el
principal objetivo es ayudar a cada uno para que aprenda a amar a esta
persona concreta con la que pretende compartir toda la vida. Aprender a
amar a alguien no es algo que se improvisa ni puede ser el objetivo de un
breve curso previo a la celebración del matrimonio. En realidad, cada
persona se prepara para el matrimonio desde su nacimiento. Todo lo que
su familia le aportó debería permitirle aprender de la propia historia y
capacitarle para un compromiso pleno y definitivo. Probablemente quienes
llegan mejor preparados al casamiento son quienes han aprendido de sus
propios padres lo que es un matrimonio cristiano, donde ambos se han
elegido sin condiciones, y siguen renovando esa decisión. En ese sentido,
todas las acciones pastorales tendientes a ayudar a los matrimonios a
crecer en el amor y a vivir el Evangelio en la familia, son una ayuda
inestimable para que sus hijos se preparen para su futura vida matrimonial.
Tampoco hay que olvidar los valiosos recursos de la pastoral popular. Para
dar un sencillo ejemplo, recuerdo el día de san Valentín, que en algunos
países es mejor aprovechado por los comerciantes que por la creatividad
de los pastores.
209. La preparación de los que ya formalizaron un noviazgo, cuando la
comunidad parroquial logra acompañarlos con un buen tiempo de
anticipación, también debe darles la posibilidad de reconocer
incompatibilidades o riesgos. De este modo se puede llegar a advertir que
no es razonable apostar por esa relación, para no exponerse a un fracaso
previsible que tendrá consecuencias muy dolorosas. El problema es que el
deslumbramiento inicial lleva a tratar de ocultar o de relativizar muchas
cosas, se evita discrepar, y así sólo se patean las dificultades para
adelante. Los novios deberían ser estimulados y ayudados para que
puedan hablar de lo que cada uno espera de un eventual matrimonio, de
su modo de entender lo que es el amor y el compromiso, de lo que se
desea del otro, del tipo de vida en común que se quisiera proyectar. Estas
conversaciones pueden ayudar a ver que en realidad los puntos de
contacto son escasos, y que la mera atracción mutua no será suficiente
para sostener la unión. Nada es más volátil, precario e imprevisible que el
deseo, y nunca hay que alentar una decisión de contraer matrimonio si no
se han ahondado otras motivaciones que otorguen a ese compromiso
posibilidades reales de estabilidad.
210. En todo caso, si se reconocen con claridad los puntos débiles del otro,
es necesario que haya una confianza realista en la posibilidad de ayudarle a
desarrollar lo mejor de su persona para contrarrestar el peso de sus
fragilidades, con un firme interés en promoverlo como ser humano. Esto
implica aceptar con sólida voluntad la posibilidad de afrontar algunas
renuncias, momentos difíciles y situaciones conflictivas, y la decisión firme
de prepararse para ello. Se deben detectar las señales de peligro que
podría tener la relación, para encontrar antes del casamiento recursos que
permitan afrontarlas con éxito. Lamentablemente, muchos llegan a las
nupcias sin conocerse. Sólo se han distraído juntos, han hecho experiencias
juntos, pero no han enfrentado el desafío de mostrarse a sí mismos y de
aprender quién es en realidad el otro.
211. Tanto la preparación próxima como el acompañamiento más
prolongado, deben asegurar que los novios no vean el casamiento como el
final del camino, sino que asuman el matrimonio como una vocación que
los lanza hacia adelante, con la firme y realista decisión de atravesar juntos
todas las pruebas y momentos difíciles. La pastoral prematrimonial y la
pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde
se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a
superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente
convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos
recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben
ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la
experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía
del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en
orden a movilizarlos interiormente. A su vez, en la preparación de los
novios, debe ser posible indicarles lugares y personas, consultorías o
familias disponibles, donde puedan acudir en busca de ayuda cuando
surjan dificultades. Pero nunca hay que olvidar la propuesta de la
Reconciliación sacramental, que permite colocar los pecados y los errores
de la vida pasada, y de la misma relación, bajo el influjo del perdón
misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora.
Preparación de la celebración
212. La preparación próxima al matrimonio tiende a concentrarse en las
invitaciones, la vestimenta, la fiesta y los innumerables detalles que
consumen tanto el presupuesto como las energías y la alegría. Los novios
llegan agobiados y agotados al casamiento, en lugar de dedicar las
mejores fuerzas a prepararse como pareja para el gran paso que van a
dar juntos. Esta mentalidad se refleja también en algunas uniones de
hecho que nunca llegan al casamiento porque piensan en festejos
demasiado costosos, en lugar de dar prioridad al amor mutuo y a su
formalización ante los demás. Queridos novios: «Tened la valentía de ser
diferentes, no os dejéis devorar por la sociedad del consumo y de la
apariencia. Lo que importa es el amor que os une, fortalecido y santificado
por la gracia. Vosotros sois capaces de optar por un festejo austero y
sencillo, para colocar el amor por encima de todo». Los agentes de
pastoral y la comunidad entera pueden ayudar a que esta prioridad se
convierta en lo normal y no en la excepción.
213. En la preparación más inmediata es importante iluminar a los novios
para vivir con mucha hondura la celebración litúrgica, ayudándoles a percibir
y vivir el sentido de cada gesto. Recordemos que un compromiso tan
grande como el que expresa el consentimiento matrimonial, y la unión de
los cuerpos que consuma el matrimonio, cuando se trata de dos
bautizados, sólo pueden interpretarse como signos del amor del Hijo de
Dios hecho carne y unido con su Iglesia en alianza de amor. En los
bautizados, las palabras y los gestos se convierten en un lenguaje
elocuente de la fe. El cuerpo, con los significados que Dios ha querido
infundirle al crearlo «se convierte en el lenguaje de los ministros del
sacramento, conscientes de que en el pacto conyugal se manifiesta y se
realiza el misterio»[242].
214. A veces, los novios no perciben el peso teológico y espiritual del
consentimiento, que ilumina el significado de todos los gestos posteriores.
Hace falta destacar que esas palabras no pueden ser reducidas al
presente; implican una totalidad que incluye el futuro: «hasta que la
muerte los separe». El sentido del consentimiento muestra que «libertad y
fidelidad no se oponen, más bien se sostienen mutuamente, tanto en las
relaciones interpersonales, como en las sociales. Efectivamente, pensemos
en los daños que producen, en la civilización de la comunicación global, la
inflación de promesas incumplidas […] El honor de la palabra dada, la
fidelidad a la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden
imponer con la fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio»[243].
215. Los obispos de Kenia advirtieron que, «demasiado centrados en el día
de la boda, los futuros esposos se olvidan de que están preparándose
para un compromiso que dura toda la vida»[244]. Hay que ayudar a
advertir que el sacramento no es sólo un momento que luego pasa a
formar parte del pasado y de los recuerdos, porque ejerce su influencia
sobre toda la vida matrimonial, de manera permanente[245]. El significado
procreativo de la sexualidad, el lenguaje del cuerpo, y los gestos de amor
vividos en la historia de un matrimonio, se convierten en una
«ininterrumpida continuidad del lenguaje litúrgico» y «la vida conyugal viene
a ser, en algún sentido, liturgia»[246].
216. También se puede meditar con las lecturas bíblicas y enriquecer la
comprensión de los anillos que se intercambian, o de otros signos que
formen parte del rito. Pero no sería bueno que se llegue al casamiento sin
haber orado juntos, el uno por el otro, pidiendo ayuda a Dios para ser
fieles y generosos, preguntándole juntos a Dios qué es lo que él espera de
ellos, e incluso consagrando su amor ante una imagen de María. Quienes
los acompañen en la preparación del matrimonio deberían orientarlos para
que sepan vivir esos momentos de oración que pueden hacerles mucho
bien. «La liturgia nupcial es un evento único, que se vive en el contexto
familiar y social de una fiesta. Jesús inició sus milagros en el banquete de
bodas de Caná: el vino bueno del milagro del Señor, que anima el
nacimiento de una nueva familia, es el vino nuevo de la Alianza de Cristo
con los hombres y mujeres de todos los tiempos […] Generalmente, el
celebrante tiene la oportunidad de dirigirse a una asamblea compuesta de
personas que participan poco en la vida eclesial o que pertenecen a otra
confesión cristiana o comunidad religiosa. Por lo tanto, se trata de una
ocasión imperdible para anunciar el Evangelio de Cristo»[247].
Acompañar en los primeros años de la vida matrimonial
217. Tenemos que reconocer como un gran valor que se comprenda que
el matrimonio es una cuestión de amor, que sólo pueden casarse los que
se eligen libremente y se aman. No obstante, cuando el amor se convierte
en una mera atracción o en una afectividad difusa, esto hace que los
cónyuges sufran una extraordinaria fragilidad cuando la afectividad entra
en crisis o cuando la atracción física decae. Dado que estas confusiones
son frecuentes, se vuelve imprescindible acompañar en los primeros años
de la vida matrimonial para enriquecer y profundizar la decisión consciente
y libre de pertenecerse y de amarse hasta el fin. Muchas veces, el tiempo
de noviazgo no es suficiente, la decisión de casarse se precipita por
diversas razones y, como si no bastara, la maduración de los jóvenes se
ha retrasado. Entonces, los recién casados tienen que completar ese
proceso que debería haberse realizado durante el noviazgo.
218. Por otra parte, quiero insistir en que un desafío de la pastoral
matrimonial es ayudar a descubrir que el matrimonio no puede entenderse
como algo acabado. La unión es real, es irrevocable, y ha sido confirmada
y consagrada por el sacramento del matrimonio. Pero al unirse, los
esposos se convierten en protagonistas, dueños de su historia y creadores
de un proyecto que hay que llevar adelante juntos. La mirada se dirige al
futuro que hay que construir día a día con la gracia de Dios y, por eso
mismo, al cónyuge no se le exige que sea perfecto. Hay que dejar a un
lado las ilusiones y aceptarlo como es: inacabado, llamado a crecer, en
proceso. Cuando la mirada hacia el cónyuge es constantemente crítica,
eso indica que no se ha asumido el matrimonio también como un proyecto
de construir juntos, con paciencia, comprensión, tolerancia y generosidad.
Esto lleva a que el amor sea sustituido poco a poco por una mirada
inquisidora e implacable, por el control de los méritos y derechos de cada
uno, por los reclamos, la competencia y la autodefensa. Así se vuelven
incapaces de hacerse cargo el uno del otro para la maduración de los dos
y para el crecimiento de la unión. A los nuevos matrimonios hay que
mostrarles esto con claridad realista desde el inicio, de manera que tomen
conciencia de que «están comenzando». El sí que se dieron es el inicio de
un itinerario, con un objetivo capaz de superar lo que planteen las
circunstancias y los obstáculos que se interpongan. La bendición recibida es
una gracia y un impulso para ese camino siempre abierto. Suele ayudar el
que se sienten a dialogar para elaborar su proyecto concreto en sus
objetivos, sus instrumentos, sus detalles.
219. Recuerdo un refrán que decía que el agua estancada se corrompe,
se echa a perder. Es lo que pasa cuando esa vida del amor en los
primeros años del matrimonio se estanca, deja de estar en movimiento,
deja de tener esa inquietud que la empuja hacia delante. La danza hacia
adelante con ese amor joven, la danza con esos ojos asombrados hacia la
esperanza, no debe detenerse. En el noviazgo y en los primeros años del
matrimonio la esperanza es la que lleva la fuerza de la levadura, la que
hace mirar más allá de las contradicciones, de los conflictos, de las
coyunturas, la que siempre hace ver más allá. Es la que pone en marcha
toda inquietud para mantenerse en un camino de crecimiento. La misma
esperanza nos invita a vivir a pleno el presente, poniendo el corazón en la
vida familiar, porque la mejor forma de preparar y consolidar el futuro es
vivir bien el presente.
220. El camino implica pasar por distintas etapas que convocan a donarse
con generosidad: del impacto inicial, caracterizado por una atracción
marcadamente sensible, se pasa a la necesidad del otro percibido como
parte de la propia vida. De allí se pasa al gusto de la pertenencia mutua,
luego a la comprensión de la vida entera como un proyecto de los dos, a la
capacidad de poner la felicidad del otro por encima de las propias
necesidades, y al gozo de ver el propio matrimonio como un bien para la
sociedad. La maduración del amor implica también aprender a «negociar».
No es una actitud interesada o un juego de tipo comercial, sino en
definitiva un ejercicio del amor mutuo, porque esta negociación es un
entrelazado de recíprocas ofrendas y renuncias para el bien de la familia.
En cada nueva etapa de la vida matrimonial hay que sentarse a volver a
negociar los acuerdos, de manera que no haya ganadores y perdedores
sino que los dos ganen. En el hogar las decisiones no se toman
unilateralmente, y los dos comparten la responsabilidad por la familia, pero
cada hogar es único y cada síntesis matrimonial es diferente.
221. Una de las causas que llevan a rupturas matrimoniales es tener
expectativas demasiado altas sobre la vida conyugal. Cuando se descubre
la realidad, más limitada y desafiante que lo que se había soñado, la
solución no es pensar rápida e irresponsablemente en la separación, sino
asumir el matrimonio como un camino de maduración, donde cada uno de
los cónyuges es un instrumento de Dios para hacer crecer al otro. Es
posible el cambio, el crecimiento, el desarrollo de las potencialidades buenas
que cada uno lleva en sí. Cada matrimonio es una «historia de salvación»,
y esto supone que se parte de una fragilidad que, gracias al don de Dios y
a una respuesta creativa y generosa, va dando paso a una realidad cada
vez más sólida y preciosa. Quizás la misión más grande de un hombre y
una mujer en el amor sea esa, la de hacerse el uno al otro más hombre o
más mujer. Hacer crecer es ayudar al otro a moldearse en su propia
identidad. Por eso el amor es artesanal. Cuando uno lee el pasaje de la
Biblia sobre la creación del hombre y de la mujer, ve que Dios primero
plasma al hombre (cf. Gn 2,7), después se da cuenta de que falta algo
esencial y plasma a la mujer, y entonces escucha la sorpresa del varón:
«¡Ah, ahora sí, esta sí!». Y luego, uno parece escuchar ese hermoso
diálogo donde el varón y la mujer se van descubriendo. Porque aun en los
momentos difíciles el otro vuelve a sorprender y se abren nuevas puertas
para el reencuentro, como si fuera la primera vez; y en cada nueva etapa
se vuelven a “plasmarse” el uno al otro. El amor hace que uno espere al
otro y ejercite esa paciencia propia del artesano que se heredó de Dios.
222. El acompañamiento debe alentar a los esposos a ser generosos en la
comunicación de la vida. «De acuerdo con el carácter personal y
humanamente completo del amor conyugal, el camino adecuado para la
planificación familiar presupone un diálogo consensual entre los esposos, el
respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad de cada uno de los
miembros de la pareja. En este sentido, es preciso redescubrir el mensaje
de la Encíclica Humanae vitae (cf. 1014)
y la Exhortación apostólica
Familiaris consortio (cf. 14; 2835)
para contrarrestar una mentalidad a
menudo hostil a la vida […] La elección responsable de la paternidad
presupone la formación de la conciencia que es “el núcleo más secreto y el
sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz
resuena en el recinto más íntimo de aquella” (Gaudium et spes,16). En la
medida en que los esposos traten de escuchar más en su conciencia a
Dios y sus mandamientos (cf. Rm 2,15), y se hagan acompañar
espiritualmente, tanto más su decisión será íntimamente libre de un arbitrio
subjetivo y del acomodamiento a los modos de comportarse en su
ambiente»[248]. Sigue en pie lo dicho con claridad en el Concilio Vaticano
II: «Cumplirán su tarea […] de común acuerdo y con un esfuerzo común,
se formarán un recto juicio, atendiendo no sólo a su propio bien, sino
también al bien de los hijos, ya nacidos o futuros, discerniendo las
condiciones de los tiempos y del estado de vida, tanto materiales como
espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad
familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. En último término,
son los mismos esposos los que deben formarse este juicio ante
Dios»[249]. Por otra parte, «se ha de promover el uso de los métodos
basados en los “ritmos naturales de fecundidad” (Humanae vitae, 11).
También se debe hacer ver que “estos métodos respetan el cuerpo de los
esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una
libertad auténtica” (Catecismo de la Iglesia Católica,2370), insistiendo
siempre en que los hijos son un maravilloso don de Dios, una alegría para
los padres y para la Iglesia. A través de ellos el Señor renueva el
mundo»[250].
Algunos recursos
223. Los Padres sinodales han indicado que «los primeros años de
matrimonio son un período vital y delicado durante el cual los cónyuges
crecen en la conciencia de los desafíos y del significado del matrimonio. De
aquí la exigencia de un acompañamiento pastoral que continúe después de
la celebración del sacramento (cf. Familiaris consortio, 3ª parte). Resulta
de gran importancia en esta pastoral la presencia de esposos con
experiencia. La parroquia se considera el lugar donde los cónyuges
expertos pueden ofrecer su disponibilidad a ayudar a los más jóvenes, con
el eventual apoyo de asociaciones, movimientos eclesiales y nuevas
comunidades. Hay que alentar a los esposos a una actitud fundamental de
acogida del gran don de los hijos. Es preciso resaltar la importancia de la
espiritualidad familiar, de la oración y de la participación en la Eucaristía
dominical, y alentar a los cónyuges a reunirse regularmente para que
crezca la vida espiritual y la solidaridad en las exigencias concretas de la
vida. Liturgias, prácticas de devoción y Eucaristías celebradas para las
familias, sobre todo en el aniversario del matrimonio, se citaron como
ocasiones vitales para favorecer la evangelización mediante la
familia»[251].
224. Este camino es una cuestión de tiempo. El amor necesita tiempo
disponible y gratuito, que coloque otras cosas en un segundo lugar. Hace
falta tiempo para dialogar, para abrazarse sin prisa, para compartir
proyectos, para escucharse, para mirarse, para valorarse, para fortalecer
la relación. A veces, el problema es el ritmo frenético de la sociedad, o los
tiempos que imponen los compromisos laborales. Otras veces, el problema
es que el tiempo que se pasa juntos no tiene calidad. Sólo compartimos un
espacio físico pero sin prestarnos atención el uno al otro. Los agentes
pastorales y los grupos matrimoniales deberían ayudar a los matrimonios
jóvenes o frágiles a aprender a encontrarse en esos momentos, a
detenerse el uno frente al otro, e incluso a compartir momentos de silencio
que los obliguen a experimentar la presencia del cónyuge.
225. Los matrimonios que tienen una buena experiencia de aprendizaje en
este sentido pueden aportar los recursos prácticos que les han sido de
utilidad: la programación de los momentos para estar juntos
gratuitamente, los tiempos de recreación con los hijos, las diversas
maneras de celebrar cosas importantes, los espacios de espiritualidad
compartida. Pero también pueden enseñar recursos que ayudan a llenar
de contenido y de sentido esos momentos, para aprender a comunicarse
mejor. Esto es de suma importancia cuando se ha apagado la novedad del
noviazgo. Porque, cuando no se sabe qué hacer con el tiempo compartido,
uno u otro de los cónyuges terminará refugiándose en la tecnología,
inventará otros compromisos, buscará otros brazos, o escapará de una
intimidad incómoda.
226. A los matrimonios jóvenes también hay que estimularlos a crear una
rutina propia, que brinda una sana sensación de estabilidad y de seguridad,
y que se construye con una serie de rituales cotidianos compartidos. Es
bueno darse siempre un beso por la mañana, bendecirse todas las noches,
esperar al otro y recibirlo cuando llega, tener alguna salida juntos,
compartir tareas domésticas. Pero al mismo tiempo es bueno cortar la
rutina con la fiesta, no perder la capacidad de celebrar en familia, de
alegrarse y de festejar las experiencias lindas. Necesitan sorprenderse
juntos por los dones de Dios y alimentar juntos el entusiasmo por vivir.
Cuando se sabe celebrar, esta capacidad renueva la energía del amor, lo
libera de la monotonía, y llena de color y de esperanza la rutina diaria.
227. Los pastores debemos alentar a las familias a crecer en la fe. Para
ello es bueno animar a la confesión frecuente, la dirección espiritual, la
asistencia a retiros. Pero no hay que dejar de invitar a crear espacios
semanales de oración familiar, porque «la familia que reza unida
permanece unida». A su vez, cuando visitemos los hogares, deberíamos
convocar a todos los miembros de la familia a un momento para orar unos
por otros y para poner la familia en las manos del Señor. Al mismo tiempo,
conviene alentar a cada uno de los cónyuges a tener momentos de
oración en soledad ante Dios, porque cada uno tiene sus cruces secretas.
¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al corazón, o pedirle la fuerza
para sanar las propias heridas, e implorar las luces que se necesitan para
poder mantener el propio compromiso? Los Padres sinodales también
remarcaron que «la Palabra de Dios es fuente de vida y espiritualidad para
la familia. Toda la pastoral familiar deberá dejarse modelar interiormente y
formar a los miembros de la iglesia doméstica mediante la lectura orante y
eclesial de la Sagrada Escritura. La Palabra de Dios no sólo es una buena
nueva para la vida privada de las personas, sino también un criterio de
juicio y una luz para el discernimiento de los diversos desafíos que deben
afrontar los cónyuges y las familias»[252].
228. Es posible que uno de los dos cónyuges no sea bautizado, o que no
quiera vivir los compromisos de la fe. En ese caso, el deseo del otro de
vivir y crecer como cristiano hace que la indiferencia de ese cónyuge sea
vivida con dolor. No obstante, es posible encontrar algunos valores
comunes que se puedan compartir y cultivar con entusiasmo. De todos
modos, amar al cónyuge incrédulo, darle felicidad, aliviar sus sufrimientos y
compartir la vida con él es un verdadero camino de santificación. Por otra
parte, el amor es un don de Dios, y allí donde se derrama hace sentir su
fuerza transformadora, de maneras a veces misteriosas, hasta el punto
de que «el marido no creyente queda santificado por la mujer, y la mujer
no creyente queda santifica por el marido creyente» (1 Co 7,14).
229. Las parroquias, los movimientos, las escuelas y otras instituciones de
la Iglesia pueden desplegar diversas mediaciones para cuidar y reavivar a
las familias. Por ejemplo, a través de recursos como: reuniones de
matrimonios vecinos o amigos, retiros breves para matrimonios, charlas de
especialistas sobre problemáticas muy concretas de la vida familiar, centros
de asesoramiento matrimonial, agentes misioneros orientados a conversar
con los matrimonios sobre sus dificultades y anhelos, consultorías sobre
diferentes situaciones familiares (adicciones, infidelidad, violencia familiar),
espacios de espiritualidad, talleres de formación para padres con hijos
problemáticos, asambleas familiares. La secretaría parroquial debería contar
con la posibilidad de acoger con cordialidad y de atender las urgencias
familiares, o de derivar fácilmente hacia quienes puedan ayudarles.
También hay un apoyo pastoral que se da en los grupos de matrimonios,
tanto de servicio o de misión, de oración, de formación, o de apoyo
mutuo. Estos grupos brindan la ocasión de dar, de vivir la apertura de la
familia a los demás, de compartir la fe, pero al mismo tiempo son un
medio para fortalecer al matrimonio y hacerlo crecer.
230. Es verdad que muchos matrimonios desaparecen de la comunidad
cristiana después del casamiento, pero muchas veces desperdiciamos
algunas ocasiones en que vuelven a hacerse presentes, donde podríamos
reproponerles de manera atractiva el ideal del matrimonio cristiano y
acercarlos a espacios de acompañamiento: me refiero, por ejemplo, al
bautismo de un hijo, a la primera comunión, o cuando participan de un
funeral o del casamiento de un pariente o amigo. Casi todos los
matrimonios reaparecen en esas ocasiones, que podrían ser mejor
aprovechadas. Otro camino de acercamiento es la bendición de los
hogares o la visita de una imagen de la Virgen, que dan la ocasión para
desarrollar un diálogo pastoral acerca de la situación de la familia. También
puede ser útil asignar a matrimonios más crecidos la tarea de acompañar a
matrimonios más recientes de su propio vecindario, para visitarlos,
acompañarlos en sus comienzos y proponerles un camino de crecimiento.
Con el ritmo de vida actual, la mayoría de los matrimonios no estarán
dispuestos a reuniones frecuentes, y no podemos reducirnos a una
pastoral de pequeñas élites. Hoy, la pastoral familiar debe ser
fundamentalmente misionera, en salida, en cercanía, en lugar de reducirse
a ser una fábrica de cursos a los que pocos asisten.
Iluminar crisis, angustias y dificultades
231. Vaya una palabra a los que en el amor ya han añejado el vino nuevo
del noviazgo. Cuando el vino se añeja con esta experiencia del camino, allí
aparece, florece en toda su plenitud, la fidelidad de los pequeños
momentos de la vida. Es la fidelidad de la espera y de la paciencia. Esa
fidelidad llena de sacrificios y de gozos va como floreciendo en la edad en
que todo se pone añejo y los ojos se ponen brillantes al contemplar los
hijos de sus hijos. Así era desde el principio, pero eso ya se hizo
consciente, asentado, madurado en la sorpresa cotidiana del
redescubrimiento día tras día, año tras año. Como enseñaba san Juan de
la Cruz, «los viejos amadores son los ya ejercitados y probados». Ellos
«ya no tienen aquellos hervores sensitivos ni aquellas furias y fuegos
hervorosos por fuera, sino que gustan la suavidad del vino de amor ya
bien cocido en su sustancia […] asentado allá dentro en el alma»[253].
Esto supone haber sido capaces de superar juntos las crisis y los tiempos
de angustia, sin escapar de los desafíos ni esconder las dificultades.
El desafío de las crisis
232. La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que
también son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir
que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a
mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se convive para ser
cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo
nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa. Cada crisis
implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida
compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia
matrimonial. De ningún modo hay que resignarse a una curva
descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad. Al
contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica
también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para
llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno acompañar a los cónyuges
para que puedan aceptar las crisis que lleguen, tomar el guante y hacerles
un lugar en la vida familiar. Los matrimonios experimentados y formados
deben estar dispuestos a acompañar a otros en este descubrimiento, de
manera que las crisis no los asusten ni los lleven a tomar decisiones
apresuradas. Cada crisis esconde una buena noticia que hay que saber
escuchar afinando el oído del corazón.
233. La reacción inmediata es resistirse ante el desafío de una crisis,
ponerse a la defensiva por sentir que escapa al propio control, porque
muestra la insuficiencia de la propia manera de vivir, y eso incomoda.
Entonces se usa el recurso de negar los problemas, esconderlos, relativizar
su importancia, apostar sólo al paso del tiempo. Pero eso retarda la
solución y lleva a consumir mucha energía en un ocultamiento inútil que
complicará todavía más las cosas. Los vínculos se van deteriorando y se
va consolidando un aislamiento que daña la intimidad. En una crisis no
asumida, lo que más se perjudica es la comunicación. De ese modo, poco
a poco, alguien que era «la persona que amo» pasa a ser «quien me
acompaña siempre en la vida», luego sólo «el padre o la madre de mis
hijos», y, al final, «un extraño».
234. Para enfrentar una crisis se necesita estar presentes. Es difícil, porque
a veces las personas se aíslan para no manifestar lo que sienten, se
arrinconan en el silencio mezquino y tramposo. En estos momentos es
necesario crear espacios para comunicarse de corazón a corazón. El
problema es que se vuelve más difícil comunicarse así en un momento de
crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que se aprende en
tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos duros. Hay que
ayudar a descubrir las causas más ocultas en los corazones de los
cónyuges, y a enfrentarlas como un parto que pasará y dejará un nuevo
tesoro. Pero las respuestas a las consultas realizadas remarcan que en
situaciones difíciles o críticas la mayoría no acude al acompañamiento
pastoral, ya que no lo siente comprensivo, cercano, realista, encarnado.
Por eso, tratemos ahora de acercarnos a las crisis matrimoniales con una
mirada que no ignore su carga de dolor y de angustia.
235. Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios,
como la crisis de los comienzos, cuando hay que aprender a compatibilizar
las diferencias y desprenderse de los padres; o la crisis de la llegada del
hijo, con sus nuevos desafíos emocionales; la crisis de la crianza, que
cambia los hábitos del matrimonio; la crisis de la adolescencia del hijo, que
exige muchas energías, desestabiliza a los padres y a veces los enfrenta
entre sí; la crisis del «nido vacío», que obliga a la pareja a mirarse
nuevamente a sí misma; la crisis que se origina en la vejez de los padres
de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones
difíciles. Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de
culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la
unión.
236. A estas se suman las crisis personales que inciden en la pareja,
relacionadas con dificultades económicas, laborales, afectivas, sociales,
espirituales. Y se agregan circunstancias inesperadas que pueden alterar la
vida familiar, y que exigen un camino de perdón y reconciliación. Al mismo
tiempo que intenta dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse
con serena humildad si no ha creado las condiciones para exponer al otro a
cometer ciertos errores. Algunas familias sucumben cuando los cónyuges
se culpan mutuamente, pero «la experiencia muestra que, con una ayuda
adecuada y con la acción de reconciliación de la gracia, un gran porcentaje
de crisis matrimoniales se superan de manera satisfactoria. Saber perdonar
y sentirse perdonados es una experiencia fundamental en la vida
familiar»[254]. «El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de
la gracia, necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a
veces incluso de ayuda externa y profesional»[255].
237. Se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que
desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para
dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure. A veces, para
decidir que todo acabó basta una insatisfacción, una ausencia en un
momento en que se necesitaba al otro, un orgullo herido o un temor
difuso. Hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las
cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la
sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las
diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras
personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los
cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados
contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más.
238. En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para
volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites
de la relación, y aceptan con realismo que no pueda satisfacer todos los
sueños acariciados. Evitan considerarse los únicos mártires, valoran las
pequeñas o limitadas posibilidades que les da la vida en familia y apuestan
por fortalecer el vínculo en una construcción que llevará tiempo y esfuerzo.
Porque en el fondo reconocen que cada crisis es como un nuevo «sí» que
hace posible que el amor renazca fortalecido, transfigurado, madurado,
iluminado. A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces
profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos
básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa
nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar
muchas situaciones difíciles. De todos modos, reconociendo que la
reconciliación es posible, hoy descubrimos que «un ministerio dedicado a
aquellos cuya relación matrimonial se ha roto parece particularmente
urgente»[256].
Viejas heridas
239. Es comprensible que en las familias haya muchas crisis cuando alguno
de sus miembros no ha madurado su manera de relacionarse, porque no
ha sanado heridas de alguna etapa de su vida. La propia infancia o la
propia adolescencia mal vividas son caldo de cultivo para crisis personales
que terminan afectando al matrimonio. Si todos fueran personas que han
madurado normalmente, las crisis serían menos frecuentes o menos
dolorosas. Pero el hecho es que a veces las personas necesitan realizar a
los cuarenta años una maduración atrasada que debería haberse logrado al
final de la adolescencia. A veces se ama con un amor egocéntrico propio
del niño, fijado en una etapa donde la realidad se distorsiona y se vive el
capricho de que todo gire en torno al propio yo. Es un amor insaciable, que
grita o llora cuando no tiene lo que desea. Otras veces se ama con un
amor fijado en una etapa adolescente, marcado por la confrontación, la
crítica ácida, el hábito de culpar a los otros, la lógica del sentimiento y de la
fantasía, donde los demás deben llenar los propios vacíos o seguir los
propios caprichos.
240. Muchos terminan su niñez sin haber sentido jamás que son amados
incondicionalmente, y eso lastima su capacidad de confiar y de entregarse.
Una relación mal vivida con los propios padres y hermanos, que nunca ha
sido sanada, reaparece y daña la vida conyugal. Entonces hay que hacer
un proceso de liberación que jamás se enfrentó. Cuando la relación entre
los cónyuges no funciona bien, antes de tomar decisiones importantes
conviene asegurarse de que cada uno haya hecho ese camino de curación
de la propia historia. Eso exige reconocer la necesidad de sanar, pedir con
insistencia la gracia de perdonar y de perdonarse, aceptar ayuda, buscar
motivaciones positivas y volver a intentarlo una y otra vez. Cada uno tiene
que ser muy sincero consigo mismo para reconocer que su modo de vivir
el amor tiene estas inmadureces. Por más que parezca evidente que toda
la culpa es del otro, nunca es posible superar una crisis esperando que sólo
cambie el otro. También hay que preguntarse por las cosas que uno
mismo podría madurar o sanar para favorecer la superación del conflicto.
Acompañar después de rupturas y divorcios
241. En algunos casos, la valoración de la dignidad propia y del bien de los
hijos exige poner un límite firme a las pretensiones excesivas del otro, a
una gran injusticia, a la violencia o a una falta de respeto que se ha vuelto
crónica. Hay que reconocer que «hay casos donde la separación es
inevitable. A veces puede llegar a ser incluso moralmente necesaria,
cuando precisamente se trata de sustraer al cónyuge más débil, o a los
hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y
la violencia, el desaliento y la explotación, la ajenidad y la
indiferencia»[257]. Pero «debe considerarse como un remedio extremo,
después de que cualquier intento razonable haya sido inútil»[258].
242. Los Padres indicaron que «un discernimiento particular es
indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los
divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar especialmente el
dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el divorcio o el
abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia por los
maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es
un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral
de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha
especializados que habría que establecer en las diócesis»[259]. Al mismo
tiempo, «hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto
a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a
encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La
comunidad local y los pastores deben acompañar a estas personas con
solicitud, sobre todo cuando hay hijos o su situación de pobreza es
grave»[260]. Un fracaso familiar se vuelve mucho más traumático y
doloroso cuando hay pobreza, porque hay muchos menos recursos para
reorientar la existencia. Una persona pobre que pierde el ámbito de la
tutela de la familia queda doblemente expuesta al abandono y a todo tipo
de riesgos para su integridad.
243. A las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante
hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que «no están excomulgadas»
y no son tratadas como tales, porque siempre integran la comunión
eclesial[261]. Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y un
acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que
las haga sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de
la comunidad. Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no
implica un debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la
indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente
su caridad»[262].
244. Por otra parte, un gran número de Padres «subrayó la necesidad de
hacer más accesibles y ágiles, posiblemente totalmente gratuitos, los
procedimientos para el reconocimiento de los casos de nulidad»[263]. La
lentitud de los procesos irrita y cansa a la gente. Mis dos recientes
documentos sobre esta materia[264] han llevado a una simplificación de
los procedimientos para una eventual declaración de nulidad matrimonial. A
través de ellos también he querido «hacer evidente que el mismo Obispo
en su Iglesia, de la que es constituido pastor y cabeza, es por eso mismo
juez entre los fieles que se le han confiado»[265]. Por ello, «la aplicación
de estos documentos es una gran responsabilidad para los Ordinarios
diocesanos, llamados a juzgar ellos mismos algunas causas y a garantizar,
en todos los modos, un acceso más fácil de los fieles a la justicia. Esto
implica la preparación de un número suficiente de personal, integrado por
clérigos y laicos, que se dedique de modo prioritario a este servicio eclesial.
Por lo tanto, será, necesario poner a disposición de las personas separadas
o de las parejas en crisis un servicio de información, consejo y mediación,
vinculado a la pastoral familiar, que también podrá acoger a las personas
en vista de la investigación preliminar del proceso matrimonial (cf. Mitis
Iudex Dominus Iesus, art. 23)
»[266].
245. Los Padres sinodales también han destacado «las consecuencias de la
separación o del divorcio sobre los hijos, en cualquier caso víctimas
inocentes de la situación»[267]. Por encima de todas las consideraciones
que quieran hacerse, ellos son la primera preocupación, que no debe ser
opacada por cualquier otro interés u objetivo. A los padres separados les
ruego: «Jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis
separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta
prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta
separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge.
Que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no
estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá»[268]. Es una
irresponsabilidad dañar la imagen del padre o de la madre con el objeto de
acaparar el afecto del hijo, para vengarse o para defenderse, porque eso
afectará a la vida interior de ese niño y provocará heridas difíciles de sanar.
246. La Iglesia, aunque comprende las situaciones conflictivas que deben
atravesar los matrimonios, no puede dejar de ser voz de los más frágiles,
que son los hijos que sufren, muchas veces en silencio. Hoy, «a pesar de
nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos nuestros
refinados análisis psicológicos, me pregunto si no nos hemos anestesiado
también respecto a las heridas del alma de los niños […] ¿Sentimos el
peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias donde
se trata mal y se hace el mal, hasta romper el vínculo de la fidelidad
conyugal?»[269]. Estas malas experiencias no ayudan a que esos niños
maduren para ser capaces de compromisos definitivos. Por esto, las
comunidades cristianas no deben dejar solos a los padres divorciados en
nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y acompañarlos en su función
educativa. Porque, «¿cómo podremos recomendar a estos padres que
hagan todo lo posible para educar a sus hijos en la vida cristiana, dándoles
el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los tuviésemos alejados
de la vida en comunidad, como si estuviesen excomulgados? Se debe
obrar de tal forma que no se sumen otros pesos además de los que los
hijos, en estas situaciones, ya tienen que cargar»[270]. Ayudar a sanar
las heridas de los padres y ayudarlos espiritualmente, es un bien también
para los hijos, quienes necesitan el rostro familiar de la Iglesia que los
apoye en esta experiencia traumática. El divorcio es un mal, y es muy
preocupante el crecimiento del número de divorcios. Por eso, sin duda,
nuestra tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es
fortalecer el amor y ayudar a sanar las heridas, de manera que podamos
prevenir el avance de este drama de nuestra época.
Algunas situaciones complejas
247. «Las problemáticas relacionadas con los matrimonios mixtos requieren
una atención específica. Los matrimonios entre católicos y otros bautizados
“presentan, aun en su particular fisonomía, numerosos elementos que es
necesario valorar y desarrollar, tanto por su valor intrínseco, como por la
aportación que pueden dar al movimiento ecuménico”. A tal fin, “se debe
buscar […] una colaboración cordial entre el ministro católico y el no
católico, desde el tiempo de la preparación al matrimonio y a la boda”
(Familiaris consortio, 78). Acerca de la participación eucarística, se recuerda
que “la decisión de permitir o no al contrayente no católico la comunión
eucarística debe ser tomada de acuerdo con las normas vigentes en la
materia, tanto para los cristianos de Oriente como para los otros cristianos,
y teniendo en cuenta esta situación especial, es decir, que reciben el
sacramento del matrimonio dos cristianos bautizados. Aunque los cónyuges
de un matrimonio mixto tienen en común los sacramentos del bautismo y
el matrimonio, compartir la Eucaristía sólo puede ser excepcional y, en todo
caso, deben observarse las disposiciones establecidas” (Consejo Pontificio
para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para la
aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, 25 marzo 1993,
159160)
»[271].
248. «Los matrimonios con disparidad de culto constituyen un lugar
privilegiado de diálogo interreligioso […] Comportan algunas dificultades
especiales, sea en lo relativo a la identidad cristiana de la familia, como a la
educación religiosa de los hijos […] El número de familias compuestas por
uniones conyugales con disparidad de culto, en aumento en los territorios
de misión, e incluso en países de larga tradición cristiana, requiere
urgentemente una atención pastoral diferenciada en función de los diversos
contextos sociales y culturales. En algunos países, donde no existe la
libertad de religión, el cónyuge cristiano es obligado a cambiar de religión
para poder casarse, y no puede celebrar el matrimonio canónico con
disparidad de culto ni bautizar a los hijos. Por lo tanto, debemos reafirmar
la necesidad de que la libertad religiosa sea respetada para todos»[272].
«Se debe prestar especial atención a las personas que se unen en este
tipo de matrimonios, no sólo en el período previo a la boda. Desafíos
peculiares enfrentan las parejas y las familias en las que uno de los
cónyuges es católico y el otro un nocreyente.
En estos casos es necesario
testimoniar la capacidad del Evangelio de sumergirse en estas situaciones
para hacer posible la educación en la fe cristiana de los hijos»[273].
249. «Las situaciones referidas al acceso al bautismo de personas que
están en una condición matrimonial compleja presentan dificultades
particulares. Se trata de personas que contrajeron una unión matrimonial
estable en un momento en que al menos uno de ellos aún no conocía la fe
cristiana. Los obispos están llamados a ejercer, en estos casos, un
discernimiento pastoral acorde con el bien espiritual de ellos»[274].
250. La Iglesia hace suyo el comportamiento del Señor Jesús que en un
amor ilimitado se ofrece a todas las personas sin excepción[275]. Con los
Padres sinodales, he tomado en consideración la situación de las familias
que viven la experiencia de tener en su seno a personas con tendencias
homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los padres ni para sus
hijos. Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda persona,
independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su
dignidad y acogida con respeto, procurando evitar «todo signo de
discriminación injusta»[276], y particularmente cualquier forma de agresión
y violencia. Por lo que se refiere a las familias, se trata por su parte de
asegurar un respetuoso acompañamiento, con el fin de que aquellos que
manifiestan una tendencia homosexual puedan contar con la ayuda
necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su
vida[277].
251. En el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la familia, los
Padres sinodales han hecho notar que los proyectos de equiparación de las
uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, «no existe
ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera
remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el
matrimonio y la familia […] Es inaceptable que las iglesias locales sufran
presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen
la ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que
instituyan el “matrimonio” entre personas del mismo sexo»[278].
252. Las familias monoparentales tienen con frecuencia origen a partir de
«madres o padres biológicos que nunca han querido integrarse en la vida
familiar, las situaciones de violencia en las cuales uno de los progenitores se
ve obligado a huir con sus hijos, la muerte o el abandono de la familia por
uno de los padres, y otras situaciones. Cualquiera que sea la causa, el
progenitor que vive con el niño debe encontrar apoyo y consuelo entre las
familias que conforman la comunidad cristiana, así como en los órganos
pastorales de las parroquias. Además, estas familias soportan a menudo
otras problemáticas, como las dificultades económicas, la incertidumbre del
trabajo precario, la dificultad para la manutención de los hijos, la falta de
una vivienda»[279].
Cuando la muerte clava su aguijón
253. A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser
querido. No podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a las
familias que sufren en esos momentos[280]. Abandonar a una familia
cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder una
oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas para
cualquier otra acción evangelizadora.
254. Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada,
un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se
conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo (cf. Jn 11,33.35).
¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque
«es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el
pasado y también el futuro […] Y a veces se llega incluso a culpar a Dios.
Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios»[281]. «La viudez es
una experiencia particularmente difícil […] Algunos, cuando les toca vivir
esta experiencia, muestran que saben volcar sus energías todavía con
más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en esta experiencia de
amor una nueva misión educativa […] A quienes no cuentan con la
presencia de familiares a los que dedicarse y de los cuales recibir afecto y
cercanía, la comunidad cristiana debe sostenerlos con particular atención y
disponibilidad, sobre todo si se encuentran en condiciones de
indigencia»[282].
255. En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y
cuando un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a
las necesidades de cada una de sus etapas. Todo el proceso está surcado
por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que se podría
haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento previo a la
muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de liberación
interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que ayudar a
descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una
misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento,
como si eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro
sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos nuestras vidas.
Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y nombrarla a cada
rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya no existe, en lugar
de amar a ese ser real que ahora está en el más allá. Su presencia física
ya no es posible, pero si la muerte es algo potente, «es fuerte el amor
como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una intuición que le permite
escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no es imaginar al ser querido
tal como era, sino poder aceptarlo transformado, como es ahora. Jesús
resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que
no lo tocara (cf. Jn 20,17), para llevarla a un encuentro diferente.
256. Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que
mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así
podemos impedir que la muerte «envenene nuestra vida, que haga vanos
nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro»[283]. La
Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal
manera que nuestra vida no termina con la muerte (cf. Sb 3,23).
San
Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la
muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con él, después
de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman»
(1 Co 2,9). El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa bellamente:
«Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la
futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no
termina, se transforma». Porque «nuestros seres queridos no han
desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que
ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios»[284].
257. Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es
orar por ellos[285]. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y
piadoso» (2 M 12,4445).
Orar por ellos «puede no solamente ayudarles,
sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»[286]. El
Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la
injusticia en la tierra (cf. Ap 6,911),
solidarios con este mundo en camino.
Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres queridos
prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux
sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo[287]. Santo
Domingo afirmaba que «sería más útil después de muerto […] Más
poderoso en obtener gracias»[288]. Son lazos de amor[289]. porque «la
unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que
durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe […] Se
refuerza con la comunicación de los bienes espirituales»[290].
258. Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es
crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en que
«ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4). De ese modo,
también nos prepararemos para reencontrar a los seres queridos que
murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto a su madre
(cf. Lc 7,15), lo mismo hará con nosotros. No desgastemos energías
quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos en esta
tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos en el cielo.
Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas podremos
llevarles para el banquete celestial.
Capítulo séptimo
FORTALECER LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
259. Los padres siempre inciden en el desarrollo moral de sus hijos, para
bien o para mal. Por consiguiente, lo más adecuado es que acepten esta
función inevitable y la realicen de un modo consciente, entusiasta,
razonable y apropiado. Y a que esta función educativa de las familias es
tan importante y se ha vuelto muy compleja, quiero detenerme
especialmente en este punto.
¿Dónde están los hijos?
260. La familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de
acompañamiento, de guía, aunque deba reinventar sus métodos y
encontrar nuevos recursos. Necesita plantearse a qué quiere exponer a
sus hijos. Para ello, no se debe dejar de preguntarse quiénes se ocupan
de darles diversión y entretenimiento, quiénes entran en sus habitaciones a
través de las pantallas, a quiénes los entregan para que los guíen en su
tiempo libre. Sólo los momentos que pasamos con ellos, hablando con
sencillez y cariño de las cosas importantes, y las posibilidades sanas que
creamos para que ellos ocupen su tiempo, permitirán evitar una nociva
invasión. Siempre hace falta una vigilancia. El abandono nunca es sano.
Los padres deben orientar y prevenir a los niños y adolescentes para que
sepan enfrentar situaciones donde pueda haber riesgos, por ejemplo, de
agresiones, de abuso o de drogadicción.
261. Pero la obsesión no es educativa, y no se puede tener un control de
todas las situaciones por las que podría llegar a pasar un hijo. Aquí vale el
principio de que «el tiempo es superior al espacio»[291].Es decir, se trata
de generar procesos más que de dominar espacios. Si un padre está
obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus
movimientos, sólo buscará dominar su espacio. De ese modo no lo
educará, no lo fortalecerá, no lo preparará para enfrentar los desafíos. Lo
que interesa sobre todo es generar en el hijo, con mucho amor, procesos
de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, de
cultivo de la auténtica autonomía. Sólo así ese hijo tendrá en sí mismo los
elementos que necesita para saber defenderse y para actuar con
inteligencia y astucia en circunstancias difíciles. Entonces la gran cuestión no
es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino
dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el
punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de
su proyecto de vida. Por eso, las preguntas que hago a los padres son:
«¿Intentamos comprender “dónde” están los hijos realmente en su
camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y , sobre todo,
¿queremos saberlo?»[292].
262. Si la madurez fuera sólo el desarrollo de algo ya contenido en el
código genético, no habría mucho que hacer. La prudencia, el buen juicio y
la sensatez no dependen de factores meramente cuantitativos de
crecimiento, sino de toda una cadena de elementos que se sintetizan en el
interior de la persona; para ser más exactos, en el centro de su libertad.
Es inevitable que cada hijo nos sorprenda con los proyectos que broten de
esa libertad, que nos rompa los esquemas, y es bueno que eso suceda.
La educación entraña la tarea de promover libertades responsables, que
opten en las encrucijadas con sentido e inteligencia; personas que
comprendan sin recortes que su vida y la de su comunidad está en sus
manos y que esa libertad es un don inmenso.
Formación ética de los hijos
263. Aunque los padres necesitan de la escuela para asegurar una
instrucción básica de sus hijos, nunca pueden delegar completamente su
formación moral. El desarrollo afectivo y ético de una persona requiere de
una experiencia fundamental: creer que los propios padres son dignos de
confianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: generar
confianza en los hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos un
amoroso respeto. Cuando un hijo ya no siente que es valioso para sus
padres, aunque sea imperfecto, o no percibe que ellos tienen una
preocupación sincera por él, eso crea heridas profundas que originan
muchas dificultades en su maduración. Esa ausencia, ese abandono
afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual corrección que
reciba por una mala acción.
264. La tarea de los padres incluye una educación de la voluntad y un
desarrollo de hábitos buenos e inclinaciones afectivas a favor del bien. Esto
implica que se presenten como deseables comportamientos a aprender e
inclinaciones a desarrollar. Pero siempre se trata de un proceso que va de
lo imperfecto a lo más pleno. El deseo de adaptarse a la sociedad, o el
hábito de renunciar a una satisfacción inmediata para adaptarse a una
norma y asegurarse una buena convivencia, es ya en sí mismo un valor
inicial que crea disposiciones para trascender luego hacia valores más altos.
La formación moral debería realizarse siempre con métodos activos y con
un diálogo educativo que incorpore la sensibilidad y el lenguaje propio de los
hijos. Además, esta formación debe realizarse de modo inductivo, de tal
manera que el hijo pueda llegar a descubrir por sí mismo la importancia de
determinados valores, principios y normas, en lugar de imponérselos como
verdades irrefutables.
265. Para obrar bien no basta «juzgar adecuadamente» o saber con
claridad qué se debe hacer —aunque esto sea prioritario—. Muchas veces
somos incoherentes con nuestras propias convicciones, aun cuando sean
sólidas. Por más que la conciencia nos dicte determinado juicio moral, en
ocasiones tienen más poder otras cosas que nos atraen, si no hemos
logrado que el bien captado por la mente se arraigue en nosotros como
profunda inclinación afectiva, como un gusto por el bien que pese más que
otros atractivos, y que nos lleve a percibir que eso que captamos como
bueno lo es también «para nosotros» aquí y ahora. Una formación ética
eficaz implica mostrarle a la persona hasta qué punto le conviene a ella
misma obrar bien. Hoy suele ser ineficaz pedir algo que exige esfuerzo y
renuncias, sin mostrar claramente el bien que se puede alcanzar con eso.
266. Es necesario desarrollar hábitos. También las costumbres adquiridas
desde niños tienen una función positiva, ayudando a que los grandes
valores interiorizados se traduzcan en comportamientos externos sanos y
estables. Alguien puede tener sentimientos sociables y una buena
disposición hacia los demás, pero si durante mucho tiempo no se ha
habituado por la insistencia de los mayores a decir «por favor»,
«permiso», «gracias», su buena disposición interior no se traducirá
fácilmente en estas expresiones. El fortalecimiento de la voluntad y la
repetición de determinadas acciones construyen la conducta moral, y sin la
repetición consciente, libre y valorada de determinados comportamientos
buenos no se termina de educar dicha conducta. Las motivaciones, o el
atractivo que sentimos hacia determinado valor, no se convierten en una
virtud sin esos actos adecuadamente motivados.
267. La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La
educación moral es un cultivo de la libertad a través de propuestas,
motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos,
modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de
actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos principios
interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud
es una convicción que se ha trasformado en un principio interno y estable
del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y
la educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones
compulsivas deshumanizantes y antisociales. Porque la misma dignidad
humana exige que cada uno «actúe según una elección consciente y libre,
es decir, movido e inducido personalmente desde dentro»[293].
Valor de la sanción como estímulo
268. Asimismo, es indispensable sensibilizar al niño o al adolescente para
que advierta que las malas acciones tienen consecuencias. Hay que
despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su
sufrimiento cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones —a las
conductas antisociales agresivas— pueden cumplir en parte esta finalidad.
Es importante orientar al niño con firmeza a que pida perdón y repare el
daño realizado a los demás. Cuando el camino educativo muestra sus
frutos en una maduración de la libertad personal, el propio hijo en algún
momento comenzará a reconocer con gratitud que ha sido bueno para él
crecer en una familia e incluso sufrir las exigencias que plantea todo
proceso formativo.
269. La corrección es un estímulo cuando también se valoran y se
reconocen los esfuerzos y cuando el hijo descubre que sus padres
mantienen viva una paciente confianza. Un niño corregido con amor se
siente tenido en cuenta, percibe que es alguien, advierte que sus padres
reconocen sus posibilidades. Esto no requiere que los padres sean
inmaculados, sino que sepan reconocer con humildad sus límites y
muestren sus propios esfuerzos para ser mejores. Pero uno de los
testimonios que los hijos necesitan de los padres es que no se dejen llevar
por la ira. El hijo que comete una mala acción debe ser corregido, pero
nunca como un enemigo o como aquel con quien se descarga la propia
agresividad. Además, un adulto debe reconocer que algunas malas
acciones tienen que ver con la fragilidad y los límites propios de la edad.
Por eso sería nociva una actitud constantemente sancionatoria, que no
ayudaría a advertir la diferente gravedad de las acciones y provocaría
desánimo e irritación: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos» (Ef 6,4; cf.
Col 3,21).
270. Lo fundamental es que la disciplina no se convierta en una mutilación
del deseo, sino en un estímulo para ir siempre más allá. ¿Cómo integrar
disciplina con inquietud interior? ¿Cómo hacer para que la disciplina sea
límite constructivo del camino que tiene que emprender un niño y no un
muro que lo anule o una dimensión de la educación que lo acompleje? Hay
que saber encontrar un equilibrio entre dos extremos igualmente nocivos:
uno sería pretender construir un mundo a medida de los deseos del hijo,
que crece sintiéndose sujeto de derechos pero no de responsabilidades. El
otro extremo sería llevarlo a vivir sin conciencia de su dignidad, de su
identidad única y de sus derechos, torturado por los deberes y pendiente
de realizar los deseos ajenos.
Paciente realismo
271. La educación moral implica pedir a un niño o a un joven sólo aquellas
cosas que no le signifiquen un sacrificio desproporcionado, reclamarle sólo
una cuota de esfuerzo que no provoque resentimiento o acciones
puramente forzadas. El camino ordinario es proponer pequeños pasos que
puedan ser comprendidos, aceptados y valorados, e impliquen una
renuncia proporcionada. De otro modo, por pedir demasiado, no logramos
nada. La persona, apenas pueda librarse de la autoridad, posiblemente
dejará de obrar bien.
272. La formación ética despierta a veces desprecio debido a experiencias
de abandono, de desilusión, de carencia afectiva, o por una mala imagen
de los padres. Se proyectan sobre los valores éticos las imágenes torcidas
de la figura del padre y de la madre, o las debilidades de los adultos. Por
eso, hay que ayudar a los adolescentes a practicar la analogía: los valores
están realizados especialmente en algunas personas muy ejemplares, pero
también se realizan imperfectamente y en diversos grados. A la vez,
puesto que las resistencias de los jóvenes están muy ligadas a malas
experiencias, es necesario ayudarles a hacer un camino de curación de ese
mundo interior herido, de manera que puedan dar un paso para
comprender y reconciliarse con los seres humanos y con la sociedad.
273. Cuando se proponen valores, hay que ir a poco, avanzar de diversas
maneras de acuerdo con la edad y con las posibilidades concretas de las
personas, sin pretender aplicar metodologías rígidas e inmutables. Los
aportes valiosos de la psicología y de las ciencias de la educación muestran
la necesidad de un proceso gradual en la consecución de cambios de
comportamiento, pero también la libertad requiere cauces y estímulos,
porque abandonarla a sí misma no garantiza la maduración. La libertad
concreta, real, es limitada y condicionada. No es una pura capacidad de
elegir el bien con total espontaneidad. No siempre se distingue
adecuadamente entre acto «voluntario» y acto «libre». Alguien puede
querer algo malo con una gran fuerza de voluntad, pero a causa de una
pasión irresistible o de una mala educación. En ese caso, su decisión es
muy voluntaria, no contradice la inclinación de su querer, pero no es libre,
porque se le ha vuelto casi imposible no optar por ese mal. Es lo que
sucede con un adicto compulsivo a la droga. Cuando la quiere lo hace con
todas sus ganas, pero está tan condicionado que por el momento no es
capaz de tomar otra decisión. Por lo tanto, su decisión es voluntaria, pero
no es libre. No tiene sentido «dejar que elija con libertad», ya que de
hecho no puede elegir, y exponerlo a la droga sólo aumenta la
dependencia. Necesita la ayuda de los demás y un camino educativo.
La vida familiar como contexto educativo
274. La familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que se
aprende el buen uso de la libertad. Hay inclinaciones desarrolladas en la
niñez, que impregnan la intimidad de una persona y permanecen toda la
vida como una emotividad favorable hacia un valor o como un rechazo
espontáneo de determinados comportamientos. Muchas personas actúan
toda la vida de una determinada manera porque consideran valioso ese
modo de actuar que se incorporó en ellos desde la infancia, como por
ósmosis: «A mí me enseñaron así»; «eso es lo que me inculcaron». En el
ámbito familiar también se puede aprender a discernir de manera crítica los
mensajes de los diversos medios de comunicación. Lamentablemente,
muchas veces algunos programas televisivos o ciertas formas de publicidad
inciden negativamente y debilitan valores recibidos en la vida familiar.
275. En este tiempo, en el que reinan la ansiedad y la prisa tecnológica,
una tarea importantísima de las familias es educar para la capacidad de
esperar. No se trata de prohibir a los chicos que jueguen con los
dispositivos electrónicos, sino de encontrar la forma de generar en ellos la
capacidad de diferenciar las diversas lógicas y de no aplicar la velocidad
digital a todos los ámbitos de la vida. La postergación no es negar el deseo
sino diferir su satisfacción. Cuando los niños o los adolescentes no son
educados para aceptar que algunas cosas deben esperar, se convierten
en atropelladores, que someten todo a la satisfacción de sus necesidades
inmediatas y crecen con el vicio del «quiero y tengo». Este es un gran
engaño que no favorece la libertad, sino que la enferma. En cambio,
cuando se educa para aprender a posponer algunas cosas y para esperar
el momento adecuado, se enseña lo que es ser dueño de sí mismo,
autónomo ante sus propios impulsos. Así, cuando el niño experimenta que
puede hacerse cargo de sí mismo, se enriquece su autoestima. A su vez,
esto le enseña a respetar la libertad de los demás. Por supuesto que esto
no implica exigirles a los niños que actúen como adultos, pero tampoco
cabe menospreciar su capacidad de crecer en la maduración de una
libertad responsable. En una familia sana, este aprendizaje se produce de
manera ordinaria por las exigencias de la convivencia.
276. La familia es el ámbito de la socialización primaria, porque es el primer
lugar donde se aprende a colocarse frente al otro, a escuchar, a
compartir, a soportar, a respetar, a ayudar, a convivir. La tarea educativa
tiene que despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad como
hogar, es una educación para saber «habitar», más allá de los límites de la
propia casa. En el contexto familiar se enseña a recuperar la vecindad, el
cuidado, el saludo. Allí se rompe el primer cerco del mortal egoísmo para
reconocer que vivimos junto a otros, con otros, que son dignos de nuestra
atención, de nuestra amabilidad, de nuestro afecto. No hay lazo social sin
esta primera dimensión cotidiana, casi microscópica: el estar juntos en la
vecindad, cruzándonos en distintos momentos del día, preocupándonos por
lo que a todos nos afecta, socorriéndonos mutuamente en las pequeñas
cosas cotidianas. La familia tiene que inventar todos los días nuevas
formas de promover el reconocimiento mutuo.
277. En el hogar también se pueden replantear los hábitos de consumo
para cuidar juntos la casa común: «La familia es el sujeto protagonista de
una ecología integral, porque es el sujeto social primario, que contiene en
su seno los dos principiosbase
de la civilización humana sobre la tierra: el
principio de comunión y el principio de fecundidad»[294]. Igualmente, los
momentos difíciles y duros de la vida familiar pueden ser muy educativos.
Es lo que sucede, por ejemplo, cuando llega una enfermedad, porque
«ante la enfermedad, incluso en la familia surgen dificultades, a causa de la
debilidad humana. Pero, en general, el tiempo de la enfermedad hace
crecer la fuerza de los vínculos familiares […] Una educación que deja de
lado la sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón; y hace
que los jóvenes estén “anestesiados” respecto al sufrimiento de los
demás, incapaces de confrontarse con el sufrimiento y vivir la experiencia
del límite»[295].
278. El encuentro educativo entre padres e hijos puede ser facilitado o
perjudicado por las tecnologías de la comunicación y la distracción, cada
vez más sofisticadas. Cuando son bien utilizadas pueden ser útiles para
conectar a los miembros de la familia a pesar de la distancia. Los contactos
pueden ser frecuentes y ayudar a resolver dificultades[296]. Pero debe
quedar claro que no sustituyen ni reemplazan la necesidad del diálogo más
personal y profundo que requiere del contacto físico, o al menos de la voz
de la otra persona. Sabemos que a veces estos recursos alejan en lugar
de acercar, como cuando en la hora de la comida cada uno está
concentrado en su teléfono móvil, o como cuando uno de los cónyuges se
queda dormido esperando al otro, que pasa horas entretenido con algún
dispositivo electrónico. En la familia, también esto debe ser motivo de
diálogo y de acuerdos, que permitan dar prioridad al encuentro de sus
miembros sin caer en prohibiciones irracionales. De cualquier modo, no se
pueden ignorar los riesgos de las nuevas formas de comunicación para los
niños y adolescentes, que a veces los convierten en abúlicos,
desconectados del mundo real. Este «autismo tecnológico» los expone
más fácilmente a los manejos de quienes buscan entrar en su intimidad
con intereses egoístas.
279. Tampoco es bueno que los padres se conviertan en seres
omnipotentes para sus hijos, que sólo puedan confiar en ellos, porque así
impiden un adecuado proceso de socialización y de maduración afectiva.
Para hacer efectiva esa prolongación de la paternidad en una realidad más
amplia, «las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer su apoyo a la
misión educativa de las familias»[297], de manera particular a través de la
catequesis de iniciación. Para favorecer una educación integral necesitamos
«reavivar la alianza entre la familia y la comunidad cristiana»[298]. El
Sínodo ha querido resaltar la importancia de la escuela católica, que
«desarrolla una función vital de ayuda a los padres en su deber de educar
a los hijos […] Las escuelas católicas deberían ser alentadas en su misión
de ayudar a los alumnos a crecer como adultos maduros que pueden ver
el mundo a través de la mirada de amor de Jesús y comprender la vida
como una llamada a servir a Dios»[299]. Para ello «hay que afirmar
decididamente la libertad de la Iglesia de enseñar la propia doctrina y el
derecho a la objeción de conciencia por parte de los educadores»[300].
Sí a la educación sexual
280. El Concilio Vaticano II planteaba la necesidad de «una positiva y
prudente educación sexual» que llegue a los niños y adolescentes
«conforme avanza su edad» y «teniendo en cuenta el progreso de la
psicología, la pedagogía y la didáctica»[301]. Deberíamos preguntarnos si
nuestras instituciones educativas han asumido este desafío. Es difícil pensar
la educación sexual en una época en que la sexualidad tiende a banalizarse
y a empobrecerse. Sólo podría entenderse en el marco de una educación
para el amor, para la donación mutua. De esa manera, el lenguaje de la
sexualidad no se ve tristemente empobrecido, sino iluminado. El impulso
sexual puede ser cultivado en un camino de autoconocimiento y en el
desarrollo de una capacidad de autodominio, que pueden ayudar a sacar a
la luz capacidades preciosas de gozo y de encuentro amoroso.
281. La educación sexual brinda información, pero sin olvidar que los niños
y los jóvenes no han alcanzado una madurez plena. La información debe
llegar en el momento apropiado y de una manera adecuada a la etapa que
viven. No sirve saturarlos de datos sin el desarrollo de un sentido crítico
ante una invasión de propuestas, ante la pornografía descontrolada y la
sobrecarga de estímulos que pueden mutilar la sexualidad. Los jóvenes
deben poder advertir que están bombardeados por mensajes que no
buscan su bien y su maduración. Hace falta ayudarles a reconocer y a
buscar las influencias positivas, al mismo tiempo que toman distancia de
todo lo que desfigura su capacidad de amar. Igualmente, debemos
aceptar que «la necesidad de un lenguaje nuevo y más adecuado se
presenta especialmente en el tiempo de presentar a los niños y
adolescentes el tema de la sexualidad»[302].
282. Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor
inmenso, aunque hoy algunos consideren que es una cuestión de otras
épocas. Es una defensa natural de la persona que resguarda su
interioridad y evita ser convertida en un puro objeto. Sin el pudor,
podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos
concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran nuestra
capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que nos llevan
a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros.
283. Con frecuencia la educación sexual se concentra en la invitación a
«cuidarse», procurando un «sexo seguro». Esta expresión transmite una
actitud negativa hacia la finalidad procreativa natural de la sexualidad,
como si un posible hijo fuera un enemigo del cual hay que protegerse. Así
se promueve la agresividad narcisista en lugar de la acogida. Es
irresponsable toda invitación a los adolescentes a que jueguen con sus
cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el compromiso
mutuo y los objetivos propios del matrimonio. De ese modo se los alienta
alegremente a utilizar a otra persona como objeto de búsquedas
compensatorias de carencias o de grandes límites. Es importante más bien
enseñarles un camino en torno a las diversas expresiones del amor, al
cuidado mutuo, a la ternura respetuosa, a la comunicación rica de sentido.
Porque todo eso prepara para un don de sí íntegro y generoso que se
expresará, luego de un compromiso público, en la entrega de los cuerpos.
La unión sexual en el matrimonio aparecerá así como signo de un
compromiso totalizante, enriquecido por todo el camino previo.
284. No hay que engañar a los jóvenes llevándoles a confundir los planos:
la atracción «crea, por un momento, la ilusión de la “unión”, pero, sin
amor, tal unión deja a los desconocidos tan separados como antes»[303].
El lenguaje del cuerpo requiere el paciente aprendizaje que permite
interpretar y educar los propios deseos para entregarse de verdad.
Cuando se pretende entregar todo de golpe es posible que no se entregue
nada. Una cosa es comprender las fragilidades de la edad o sus
confusiones, y otra es alentar a los adolescentes a prolongar la inmadurez
de su forma de amar. Pero ¿quién habla hoy de estas cosas? ¿Quién es
capaz de tomarse en serio a los jóvenes? ¿Quién les ayuda a prepararse
en serio para un amor grande y generoso? Se toma demasiado a la ligera
la educación sexual.
285. La educación sexual debería incluir también el respeto y la valoración
de la diferencia, que muestra a cada uno la posibilidad de superar el
encierro en los propios límites para abrirse a la aceptación del otro. Más allá
de las comprensibles dificultades que cada uno pueda vivir, hay que ayudar
a aceptar el propio cuerpo tal como ha sido creado, porque «una lógica de
dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de
dominio sobre la creación […] También la valoración del propio cuerpo en
su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en
el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar
gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador,
y enriquecerse recíprocamente»[304]. Sólo perdiéndole el miedo a la
diferencia, uno puede terminar de liberarse de la inmanencia del propio ser
y del embeleso por sí mismo. La educación sexual debe ayudar a aceptar
el propio cuerpo, de manera que la persona no pretenda «cancelar la
diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»[305].
286. Tampoco se puede ignorar que en la configuración del propio modo
de ser, femenino o masculino, no confluyen sólo factores biológicos o
genéticos, sino múltiples elementos que tienen que ver con el
temperamento, la historia familiar, la cultura, las experiencias vividas, la
formación recibida, las influencias de amigos, familiares y personas
admiradas, y otras circunstancias concretas que exigen un esfuerzo de
adaptación. Es verdad que no podemos separar lo que es masculino y
femenino de la obra creada por Dios, que es anterior a todas nuestras
decisiones y experiencias, donde hay elementos biológicos que es imposible
ignorar. Pero también es verdad que lo masculino y lo femenino no son
algo rígido. Por eso es posible, por ejemplo, que el modo de ser masculino
del esposo pueda adaptarse de manera flexible a la situación laboral de la
esposa. Asumir tareas domésticas o algunos aspectos de la crianza de los
hijos no lo vuelven menos masculino ni significan un fracaso, una
claudicación o una vergüenza. Hay que ayudar a los niños a aceptar con
normalidad estos sanos «intercambios», que no quitan dignidad alguna a la
figura paterna. La rigidez se convierte en una sobreactuación de lo
masculino o femenino, y no educa a los niños y jóvenes para la
reciprocidad encarnada en las condiciones reales del matrimonio. Esa
rigidez, a su vez, puede impedir el desarrollo de las capacidades de cada
uno, hasta el punto de llevar a considerar como poco masculino dedicarse
al arte o a la danza y poco femenino desarrollar alguna tarea de
conducción. Esto gracias a Dios ha cambiado, pero en algunos lugares
ciertas concepciones inadecuadas siguen condicionando la legítima libertad y
mutilando el auténtico desarrollo de la identidad concreta de los hijos o de
sus potencialidades.
Transmitir la fe
287. La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de
transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual, por los
horarios de trabajo, por la complejidad del mundo de hoy donde muchos
llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir[306]. Sin embargo, el hogar
debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y la
hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo. Esto comienza en el
bautismo, donde, como decía san Agustín, las madres que llevan a sus
hijos «cooperan con el parto santo»[307]. Después comienza el camino
del crecimiento de esa vida nueva. La fe es don de Dios, recibido en el
bautismo, y no es el resultado de una acción humana, pero los padres son
instrumentos de Dios para su maduración y desarrollo. Entonces «es
hermoso cuando las mamás enseñan a los hijos pequeños a mandar un
beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en ello! En ese momento
el corazón de los niños se convierte en espacio de oración»[308]. La
transmisión de la fe supone que los padres vivan la experiencia real de
confiar en Dios, de buscarlo, de necesitarlo, porque sólo de ese modo
«una generación pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus hazañas»
(Sal 144,4) y «el padre enseña a sus hijos tu fidelidad» (Is 38,19). Esto
requiere que imploremos la acción de Dios en los corazones, allí donde no
podemos llegar. El grano de mostaza, tan pequeña semilla, se convierte en
un gran arbusto (cf. Mt 13,3132),
y así reconocemos la desproporción
entre la acción y su efecto. Entonces sabemos que no somos dueños del
don sino sus administradores cuidadosos. Pero nuestro empeño creativo es
una ofrenda que nos permite colaborar con la iniciativa de Dios. Por ello,
«han de ser valorados los cónyuges, madres y padres, como sujetos
activos de la catequesis […] Es de gran ayuda la catequesis familiar, como
método eficaz para formar a los jóvenes padres de familia y hacer que
tomen conciencia de su misión de evangelizadores de su propia
familia»[309].
288. La educación en la fe sabe adaptarse a cada hijo, porque los recursos
aprendidos o las recetas a veces no funcionan. Los niños necesitan
símbolos, gestos, narraciones. Los adolescentes suelen entrar en crisis con
la autoridad y con las normas, por lo cual conviene estimular sus propias
experiencias de fe y ofrecerles testimonios luminosos que se impongan por
su sola belleza. Los padres que quieren acompañar la fe de sus hijos están
atentos a sus cambios, porque saben que la experiencia espiritual no se
impone sino que se propone a su libertad. Es fundamental que los hijos
vean de una manera concreta que para sus padres la oración es
realmente importante. Por eso los momentos de oración en familia y las
expresiones de la piedad popular pueden tener mayor fuerza
evangelizadora que todas las catequesis y que todos los discursos. Quiero
expresar especialmente mi gratitud a todas las madres que oran
incesantemente, como lo hacía Santa Mónica, por los hijos que se han
alejado de Cristo.
289. El ejercicio de transmitir a los hijos la fe, en el sentido de facilitar su
expresión y crecimiento, ayuda a que la familia se vuelva evangelizadora, y
espontáneamente empiece a transmitirla a todos los que se acercan a ella
y aun fuera del propio ámbito familiar. Los hijos que crecen en familias
misioneras a menudo se vuelven misioneros, si los padres saben vivir esta
tarea de tal modo que los demás les sientan cercanos y amigables, de
manera que los hijos crezcan en ese modo de relacionarse con el mundo,
sin renunciar a su fe y a sus convicciones. Recordemos que el mismo
Jesús comía y bebía con los pecadores (cf. Mc 2,16; Mt 11,19), podía
detenerse a conversar con la samaritana (cf. Jn 4,726),
y recibir de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,121),
se dejaba ungir sus pies por una mujer
prostituta (cf. Lc 7,3650),
y se detenía a tocar a los enfermos (cf. Mc
1,4045;
7,33). Lo mismo hacían sus apóstoles, que no despreciaban a los
demás, no estaban recluidos en pequeños grupos de selectos, aislados de
la vida de su gente. Mientras las autoridades los acosaban, ellos gozaban
de la simpatía «de todo el pueblo» (Hch 2,47; cf. 4,21.33; 5,13).
, puede comprenderse que
no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa
general de tipo canónica, aplicable a todos los 290. «La familia se convierte en sujeto de la acción pastoral mediante el
anuncio explícito del Evangelio y el legado de múltiples formas de
testimonio, entre las cuales: la solidaridad con los pobres, la apertura a la
diversidad de las personas, la custodia de la creación, la solidaridad moral y
material hacia las otras familias, sobre todo hacia las más necesitadas, el
compromiso con la promoción del bien común, incluso mediante la
transformación de las estructuras sociales injustas, a partir del territorio en
el cual la familia vive, practicando las obras de misericordia corporal y
espiritual»[310]. Esto debe situarse en el marco de la convicción más
preciosa de los cristianos: el amor del Padre que nos sostiene y nos
promueve, manifestado en la entrega total de Jesucristo, vivo entre
nosotros, que nos hace capaces de afrontar juntos todas las tormentas y
todas las etapas de la vida. También en el corazón de cada familia hay
que hacer resonar el kerygma, a tiempo y a destiempo, para que ilumine
el camino. Todos deberíamos ser capaces de decir, a partir de lo vivido en
nuestras familias: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene» (1 Jn
4,16). Sólo a partir de esta experiencia, la pastoral familiar podrá lograr que
las familias sean a la vez iglesias domésticas y fermento evangelizador en
la sociedad.
Capítulo octavo
ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD
291. Los Padres sinodales han expresado que, aunque la Iglesia entiende
que toda ruptura del vínculo matrimonial «va contra la voluntad de Dios,
también es consciente de la fragilidad de muchos de sus hijos»[311].
Iluminada por la mirada de Jesucristo, «mira con amor a quienes participan
en su vida de modo incompleto, reconociendo que la gracia de Dios
también obra en sus vidas, dándoles la valentía para hacer el bien, para
hacerse cargo con amor el uno del otro y estar al servicio de la comunidad
en la que viven y trabajan»[312]. Por otra parte, esta actitud se ve
fortalecida en el contexto de un Año Jubilar dedicado a la misericordia.
Aunque siempre propone la perfección e invita a una respuesta más plena
a Dios, «la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a sus hijos más
frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles de nuevo
confianza y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de una
antorcha llevada en medio de la gente para iluminar a quienes han perdido
el rumbo o se encuentran en medio de la tempestad»[313]. No olvidemos
que, a menudo, la tarea de la Iglesia se asemeja a la de un hospital de
campaña.
292. El matrimonio cristiano, reflejo de la unión entre Cristo y su Iglesia, se
realiza plenamente en la unión entre un varón y una mujer, que se donan
recíprocamente en un amor exclusivo y en libre fidelidad, se pertenecen
hasta la muerte y se abren a la comunicación de la vida, consagrados por
el sacramento que les confiere la gracia para constituirse en iglesia
doméstica y en fermento de vida nueva para la sociedad. Otras formas de
unión contradicen radicalmente este ideal, pero algunas lo realizan al menos
de modo parcial y análogo. Los Padres sinodales expresaron que la Iglesia
no deja de valorar los elementos constructivos en aquellas situaciones que
todavía no corresponden o ya no corresponden a su enseñanza sobre el
matrimonio.[314]
Gradualidad en la pastoral
293. Los Padres también han puesto la mirada en la situación particular de
un matrimonio sólo civil o, salvadas las distancias, aun de una mera
convivencia en la que, «cuando la unión alcanza una estabilidad notable
mediante un vínculo público, está connotada de afecto profundo, de
responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas, puede
ser vista como una ocasión de acompañamiento en la evolución hacia el
sacramento del matrimonio»[315]. Por otra parte, es preocupante que
muchos jóvenes hoy desconfíen del matrimonio y convivan, postergando
indefinidamente el compromiso conyugal, mientras otros ponen fin al
compromiso asumido y de inmediato instauran uno nuevo. Ellos, «que
forman parte de la Iglesia, necesitan una atención pastoral misericordiosa y
alentadora»[316]. Porque a los pastores compete no sólo la promoción del
matrimonio cristiano, sino también «el discernimiento pastoral de las
situaciones de tantas personas que ya no viven esta realidad», para
«entrar en diálogo pastoral con ellas a fin de poner de relieve los elementos
de su vida que puedan llevar a una mayor apertura al Evangelio del
matrimonio en su plenitud»[317]. En el discernimiento pastoral conviene
«identificar elementos que favorezcan la evangelización y el crecimiento
humano y espiritual»[318].
294. «La elección del matrimonio civil o, en otros casos, de la simple
convivencia, frecuentemente no está motivada por prejuicios o resistencias
a la unión sacramental, sino por situaciones culturales o
contingentes»[319]. En estas situaciones podrán ser valorados aquellos
signos de amor que de algún modo reflejan el amor de Dios[320].
Sabemos que «crece continuamente el número de quienes después de
haber vivido juntos durante largo tiempo piden la celebración del
matrimonio en la Iglesia. La simple convivencia a menudo se elige a causa
de la mentalidad general contraria a las instituciones y a los compromisos
definitivos, pero también porque se espera adquirir una mayor seguridad
existencial (trabajo y salario fijo). En otros países, por último, las uniones
de hecho son muy numerosas, no sólo por el rechazo de los valores de la
familia y del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de que casarse se
considera un lujo, por las condiciones sociales, de modo que la miseria
material impulsa a vivir uniones de hecho»[321]. Pero «es preciso afrontar
todas estas situaciones de manera constructiva, tratando de
transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del matrimonio y
de la familia a la luz del Evangelio. Se trata de acogerlas y acompañarlas
con paciencia y delicadeza»[322]. Es lo que hizo Jesús con la samaritana
(cf. Jn 4,126):
dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para
liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del
Evangelio.
295. En esta línea, san Juan Pablo II proponía la llamada «ley de
gradualidad» con la conciencia de que el ser humano «conoce, ama y
realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento»[323]. No es
una «gradualidad de la ley», sino una gradualidad en el ejercicio prudencial
de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de
comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas
de la ley. Porque la ley es también don de Dios que indica el camino, don
para todos sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la gracia,
aunque cada ser humano «avanza gradualmente con la progresiva
integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y
absoluto en toda la vida personal y social»[324].
Discernimiento de las situaciones llamadas «irregulares»[325]
296. El Sínodo se ha referido a distintas situaciones de fragilidad o
imperfección. Al respecto, quiero recordar aquí algo que he querido
plantear con claridad a toda la Iglesia para que no equivoquemos el
camino: «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y
reintegrar […] El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en
adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la
integración […] El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para
siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden
con corazón sincero […] Porque la caridad verdadera siempre es
inmerecida, incondicional y gratuita»[326]. Entonces, «hay que evitar los
juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones,
y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a
causa de su condición»[327].
297. Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar
su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta
objeto de una misericordia «inmerecida, incondicional y gratuita». Nadie
puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del
Evangelio. No me refiero sólo a los divorciados en nueva unión sino a
todos, en cualquier situación en que se encuentren. Obviamente, si alguien
ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere
imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar
catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la
comunidad (cf. Mt 18,17). Necesita volver a escuchar el anuncio del
Evangelio y la invitación a la conversión. Pero aun para él puede haber
alguna manera de participar en la vida de la comunidad, sea en tareas
sociales, en reuniones de oración o de la manera que sugiera su propia
iniciativa, junto con el discernimiento del pastor. Acerca del modo de tratar
las diversas situaciones llamadas «irregulares», los Padres sinodales
alcanzaron un consenso general, que sostengo: «Respecto a un enfoque
pastoral dirigido a las personas que han contraído matrimonio civil, que son
divorciados y vueltos a casar, o que simplemente conviven, compete a la
Iglesia revelarles la divina pedagogía de la gracia en sus vidas y ayudarles
a alcanzar la plenitud del designio que Dios tiene para ellos»[328]. siempre
posible con la fuerza del Espíritu Santo.
298. Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en
situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas
en afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado
discernimiento personal y pastoral. Existe el caso de una segunda unión
consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega
generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su
situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se
cae en nuevas culpas. La Iglesia reconoce situaciones en que «cuando el
hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación
de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación»[329].
También está el caso de los que han hecho grandes esfuerzos para salvar
el primer matrimonio y sufrieron un abandono injusto, o el de «los que han
contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces
están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente
matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido»[330].
Pero otra cosa es una nueva unión que viene de un reciente divorcio, con
todas las consecuencias de sufrimiento y de confusión que afectan a los
hijos y a familias enteras, o la situación de alguien que reiteradamente ha
fallado a sus compromisos familiares. Debe quedar claro que este no es el
ideal que el Evangelio propone para el matrimonio y la familia. Los Padres
sinodales han expresado que el discernimiento de los pastores siempre
debe hacerse «distinguiendo adecuadamente»[331], con una mirada que
«discierna bien las situaciones»[332]. Sabemos que no existen «recetas
sencillas»[333].
299. Acojo las consideraciones de muchos Padres sinodales, quienes
quisieron expresar que «los bautizados que se han divorciado y se han
vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad
cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de
escándalo. La lógica de la integración es la clave de su acompañamiento
pastoral, para que no sólo sepan que pertenecen al Cuerpo de Cristo que
es la Iglesia, sino que puedan tener una experiencia feliz y fecunda. Son
bautizados, son hermanos y hermanas, el Espíritu Santo derrama en ellos
dones y carismas para el bien de todos. Su participación puede expresarse
en diferentes servicios eclesiales: es necesario, por ello, discernir cuáles de
las diversas formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito
litúrgico, pastoral, educativo e institucional pueden ser superadas. Ellos no
sólo no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y
madurar como miembros vivos de la Iglesia, sintiéndola como una madre
que les acoge siempre, los cuida con afecto y los anima en el camino de la
vida y del Evangelio. Esta integración es también necesaria para el cuidado
y la educación cristiana de sus hijos, que deben ser considerados los más
importantes»[334].
300. Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones
concretas, como las que mencionamos antes casos. Sólo cabe un nuevo
aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos
particulares, que debería reconocer que, puesto que «el grado de
responsabilidad no es igual en todos los casos»[335], las consecuencias o
efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre las
mismas[336]. Los presbíteros tienen la tarea de «acompañar a las
personas interesadas en el camino del discernimiento de acuerdo a la
enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del Obispo. En este proceso
será útil hacer un examen de conciencia, a través de momentos de
reflexión y arrepentimiento. Los divorciados vueltos a casar deberían
preguntarse cómo se han comportado con sus hijos cuando la unión
conyugal entró en crisis; si hubo intentos de reconciliación; cómo es la
situación del cónyuge abandonado; qué consecuencias tiene la nueva
relación sobre el resto de la familia y la comunidad de los fieles; qué
ejemplo ofrece esa relación a los jóvenes que deben prepararse al
matrimonio. Una reflexión sincera puede fortalecer la confianza en la
misericordia de Dios, que no es negada a nadie»[337]. Se trata de un
itinerario de acompañamiento y de discernimiento que «orienta a estos
fieles a la toma de conciencia de su situación ante Dios. La conversación
con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye a la formación de un juicio
correcto sobre aquello que obstaculiza la posibilidad de una participación
más plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden
favorecerla y hacerla crecer. Dado que en la misma ley no hay gradualidad
(cf. Familiaris consortio,34), este discernimiento no podrá jamás prescindir
de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la
Iglesia. Para que esto suceda, deben garantizarse las condiciones
necesarias de humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la
búsqueda sincera de la voluntad de Dios y con el deseo de alcanzar una
respuesta a ella más perfecta»[338]. Estas actitudes son fundamentales
para evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que
algún sacerdote puede conceder rápidamente «excepciones», o de que
existen personas que pueden obtener privilegios sacramentales a cambio
de favores. Cuando se encuentra una persona responsable y discreta, que
no pretende poner sus deseos por encima del bien común de la Iglesia,
con un pastor que sabe reconocer la seriedad del asunto que tiene entre
manos, se evita el riesgo de que un determinado discernimiento lleve a
pensar que la Iglesia sostiene una doble moral.
Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral
301. Para entender de manera adecuada por qué es posible y necesario
un discernimiento especial en algunas situaciones llamadas «irregulares»,
hay una cuestión que debe ser tenida en cuenta siempre, de manera que
nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del Evangelio. La
Iglesia posee una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y
circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los
que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una
situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites
no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la
norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran
dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma»[339] o
puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera
diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien
expresaron los Padres sinodales, «puede haber factores que limitan la
capacidad de decisión»[340]. Y a santo Tomás de Aquino reconocía que
alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no poder ejercitar bien
alguna de las virtudes[341], de manera que aunque posea todas las
virtudes morales infusas, no manifiesta con claridad la existencia de alguna
de ellas, porque el obrar exterior de esa virtud está dificultado: «Se dice
que algunos santos no tienen algunas virtudes, en cuanto experimentan
dificultad en sus actos, aunque tengan los hábitos de todas las
virtudes»[342],
302. Con respecto a estos condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia
Católica se expresa de una manera contundente: «La imputabilidad y la
responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso
suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor,
los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o
sociales»[343], En otro párrafo se refiere nuevamente a circunstancias
que atenúan la responsabilidad moral, y menciona, con gran amplitud, «la
inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de
angustia u otros factores psíquicos o sociales»[344]. Por esta razón, un
juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un juicio sobre la
imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada[345]. En el
contexto de estas convicciones, considero muy adecuado lo que quisieron
sostener muchos Padres sinodales: «En determinadas circunstancias, las
personas encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso
[…] El discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia
rectamente formada de las personas, debe hacerse cargo de estas
situaciones. Tampoco las consecuencias de los actos realizados son
necesariamente las mismas en todos los casos»[346].
303. A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos
concretos, podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser
mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que no
realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio. Ciertamente,
que hay que alentar la maduración de una conciencia iluminada, formada y
acompañada por el discernimiento responsable y serio del pastor, y
proponer una confianza cada vez mayor en la gracia. Pero esa conciencia
puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la
propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad
y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se
puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la
entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad
concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal
objetivo. De todos modos, recordemos que este discernimiento es
dinámico y debe permanecer siempre abierto a nuevas etapas de
crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el ideal de manera
más plena.
Normas y discernimiento
304. Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona
responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para
discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de
un ser humano. Ruego encarecidamente que recordemos siempre algo
que enseña santo Tomás de Aquino, y que aprendamos a incorporarlo en
el discernimiento pastoral: «Aunque en los principios generales haya
necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más
indeterminación hay […] En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud
práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino
solamente en los principios generales; y en aquellos para los cuales la
rectitud es idéntica en las propias acciones, esta no es igualmente conocida
por todos […] Cuanto más se desciende a lo particular, tanto más
aumenta la indeterminación»[347]. Es verdad que las normas generales
presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su
formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones
particulares. Al mismo tiempo, hay que decir que, precisamente por esa
razón, aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una
situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma. Ello
no sólo daría lugar a una casuística insoportable, sino que pondría en riesgo
los valores que se deben preservar con especial cuidado[348].
305. Por ello, un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes
morales a quienes viven en situaciones «irregulares», como si fueran rocas
que se lanzan sobre la vida de las personas. Es el caso de los corazones
cerrados, que suelen esconderse aun detrás de las enseñanzas de la
Iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con
superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas»[349].
En esta misma línea se expresó la Comisión Teológica Internacional: «La
ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de
reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una
fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal,
de toma de decisión»[350]. A causa de los condicionamientos o factores
atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado
—que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se
pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer
en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la
Iglesia[351]. El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles
caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites. Por
creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia
y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan gloria
a Dios. Recordemos que «un pequeño paso, en medio de grandes límites
humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente
correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades»[352]. La pastoral concreta de los ministros y de las
comunidades no puede dejar de incorporar esta realidad.
306. En cualquier circunstancia, ante quienes tengan dificultades para vivir
plenamente la ley divina, debe resonar la invitación a recorrer la via
caritatis. La caridad fraterna es la primera ley de los cristianos (cf. Jn
15,12; Ga 5,14). No olvidemos la promesa de las Escrituras: «Mantened
un amor intenso entre vosotros, porque el amor tapa multitud de
pecados» (1 P 4,8); «expía tus pecados con limosnas, y tus delitos
socorriendo los pobres» (Dn 4,24). «El agua apaga el fuego ardiente y la
limosna perdona los pecados» (Si 3,30). Es también lo que enseña san
Agustín: «Así como, en peligro de incendio, correríamos a buscar agua
para apagarlo […] del mismo modo, si de nuestra paja surgiera la llama
del pecado, y por eso nos turbamos, cuando se nos ofrezca la ocasión de
una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una
fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el incendio»[353].
La lógica de la misericordia pastoral
307. Para evitar cualquier interpretación desviada, recuerdo que de ninguna
manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio,
el proyecto de Dios en toda su grandeza: «Es preciso alentar a los jóvenes
bautizados a no dudar ante la riqueza que el sacramento del matrimonio
procura a sus proyectos de amor, con la fuerza del sostén que reciben de
la gracia de Cristo y de la posibilidad de participar plenamente en la vida de
la Iglesia»[354]. La tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo
respeto a la hora de proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y
también una falta de amor de la Iglesia hacia los mismos jóvenes.
Comprender las situaciones excepcionales nunca implica ocultar la luz del
ideal más pleno ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser humano.
Hoy, más importante que una pastoral de los fracasos es el esfuerzo
pastoral para consolidar los matrimonios y así prevenir las rupturas.
308. Pero de nuestra conciencia del peso de las circunstancias atenuantes
—psicológicas, históricas e incluso biológicas— se sigue que, «sin disminuir
el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y
paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van
construyendo día a día», dando lugar a «la misericordia del Señor que nos
estimula a hacer el bien posible».[355] Comprendo a quienes prefieren una
pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo
sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu
derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que
expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible,
aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino»[356]. Los
pastores, que proponen a los fieles el ideal pleno del Evangelio y la doctrina
de la Iglesia, deben ayudarles también a asumir la lógica de la compasión
con los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o
impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni
condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). Jesús «espera que renunciemos a
buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten
mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que
aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los
otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida
siempre se nos complica maravillosamente»[357].
309. Es providencial que estas reflexiones se desarrollen en el contexto de
un Año Jubilar dedicado a la misericordia, porque también frente a las más
diversas situaciones que afectan a la familia, «la Iglesia tiene la misión de
anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por
su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona. La Esposa
de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a
encontrar a todos, sin excluir ninguno»[358]. Sabe bien que Jesús mismo
se presenta como Pastor de cien ovejas, no de noventa y nueve. Las
quiere todas. A partir de esta consciencia, se hará posible que «a todos,
creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo
del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros»[359].
310. No podemos olvidar que «la misericordia no es sólo el obrar del Padre,
sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente
sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de
misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado
misericordia»[360]. No es una propuesta romántica o una respuesta débil
ante el amor de Dios, que siempre quiere promover a las personas, ya
que «la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia.
Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la
que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia
el mundo puede carecer de misericordia»[361]. Es verdad que a veces
«nos comportamos como controladores de la gracia y no como
facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde
hay lugar para cada uno con su vida a cuestas»[362].
311. La enseñanza de la teología moral no debería dejar de incorporar
estas consideraciones, porque, si bien es verdad que hay que cuidar la
integridad de la enseñanza moral de la Iglesia, siempre se debe poner
especial cuidado en destacar y alentar los valores más altos y centrales del
Evangelio[363], particularmente el primado de la caridad como respuesta a
la iniciativa gratuita del amor de Dios. A veces nos cuesta mucho dar lugar
en la pastoral al amor incondicional de Dios[364]. Ponemos tantas
condiciones a la misericordia que la vaciamos de sentido concreto y de
significación real, y esa es la peor manera de licuar el Evangelio. Es verdad,
por ejemplo, que la misericordia no excluye la justicia y la verdad, pero
ante todo tenemos que decir que la misericordia es la plenitud de la justicia
y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios. Por ello, siempre
conviene considerar «inadecuada cualquier concepción teológica que en
último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su
misericordia»[365].
312. Esto nos otorga un marco y un clima que nos impide desarrollar una
fría moral de escritorio al hablar sobre los temas más delicados, y nos sitúa
más bien en el contexto de un discernimiento pastoral cargado de amor
misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a
acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar. Esa es la lógica que debe
predominar en la Iglesia, para «realizar la experiencia de abrir el corazón a
cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales»[366].
Invito a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se
acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que
viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en ellos una
confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán
una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán
descubrir un camino de maduración personal. E invito a los pastores a
escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el
corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista,
para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia.
Capítulo noveno
ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR
313. La caridad adquiere matices diferentes, según el estado de vida al
cual cada uno haya sido llamado. Hace ya varias décadas, cuando el
Concilio Vaticano II se refería al apostolado de los laicos, destacaba la
espiritualidad que brota de la vida familiar. Decía que la espiritualidad de los
laicos «debe asumir características peculiares por razón del estado de
matrimonio y de familia»[367] y que las preocupaciones familiares no
deben ser algo ajeno «a su estilo de vida espiritual»[368]. Entonces vale la
pena que nos detengamos brevemente a describir algunas notas
fundamentales de esta espiritualidad específica que se desarrolla en el
dinamismo de las relaciones de la vida familiar.
Espiritualidad de la comunión sobrenatural
314. Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la
persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad
está presente en el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en
las alabanzas de su pueblo (cf. Sal 22,4), vive íntimamente en el amor
conyugal que le da gloria.
315. La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos
sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos. Cuando se vive en
familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el
amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz. La
espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y
concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la
comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega asocia «a la vez lo humano
y lo divino»[369], porque está llena del amor de Dios. En definitiva, la
espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el
amor divino.
316. Una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de
santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio para la
unión íntima con Dios. Porque las exigencias fraternas y comunitarias de la
vida en familia son una ocasión para abrir más y más el corazón, y eso
hace posible un encuentro con el Señor cada vez más pleno. Dice la
Palabra de Dios que «quien aborrece a su hermano está en las tinieblas»
(1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a
Dios» (1 Jn 4,8). Mi predecesor Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los
ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»[370], y
que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un
mundo oscuro»[371]. Sólo «si nos amamos unos a otros, Dios permanece
en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12).
Puesto que «la persona humana tiene una innata y estructural dimensión
social»[372], y «la expresión primera y originaria de la dimensión social de
la persona es el matrimonio y la familia»[373], la espiritualidad se encarna
en la comunión familiar. Entonces, quienes tienen hondos deseos
espirituales no deben sentir que la familia los aleja del crecimiento en la vida
del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza para llevarles a las
cumbres de la unión mística.
Juntos en oración a la luz de la Pascua
317. Si la familia logra concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina toda la
vida familiar. Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con
la cruz del Señor, y el abrazo con él permite sobrellevar los peores
momentos. En los días amargos de la familia hay una unión con Jesús
abandonado que puede evitar una ruptura. Las familias alcanzan poco a
poco, «con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a través de la vida
matrimonial, participando también en el misterio de la cruz de Cristo, que
transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de amor»[374].
Por otra parte, los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la
sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su
Resurrección. Los cónyuges conforman con diversos gestos cotidianos ese
«espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del
Señor resucitado»[375].
318. La oración en familia es un medio privilegiado para expresar y
fortalecer esta fe pascual[376]. Se pueden encontrar unos minutos cada
día para estar unidos ante el Señor vivo, decirle las cosas que preocupan,
rogar por las necesidades familiares, orar por alguno que esté pasando un
momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle gracias por la vida y por las
cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con su manto de madre. Con
palabras sencillas, ese momento de oración puede hacer muchísimo bien a
la familia. Las diversas expresiones de la piedad popular son un tesoro de
espiritualidad para muchas familias. El camino comunitario de oración
alcanza su culminación participando juntos de la Eucaristía, especialmente
en medio del reposo dominical. Jesús llama a la puerta de la familia para
compartir con ella la cena eucarística (cf. Ap 3,20). Allí, los esposos pueden
volver siempre a sellar la alianza pascual que los ha unido y que refleja la
Alianza que Dios selló con la humanidad en la CRUZ[377]. La Eucaristía es
el sacramento de la nueva Alianza donde se actualiza la acción redentora
de Cristo (cf. Lc 22,20). Así se advierten los lazos íntimos que existen
entre la vida matrimonial y la Eucaristía[378]. El alimento de la Eucaristía es
fuerza y estímulo para vivir cada día la alianza matrimonial como «iglesia
doméstica»[379].
Espiritualidad del amor exclusivo y libre
319. En el matrimonio se vive también el sentido de pertenecer por
completo sólo a una persona. Los esposos asumen el desafío y el anhelo
de envejecer y desgastarse juntos y así reflejan la fidelidad de Dios. Esta
firme decisión, que marca un estilo de vida, es una «exigencia interior del
pacto de amor conyugal»[380], porque «quien no se decide a querer para
siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día»[381]. Pero esto
no tendría sentido espiritual si se tratara sólo de una ley vivida con
resignación. Es una pertenencia del corazón, allí donde sólo Dios ve (cf. Mt
5,28). Cada mañana, al levantarse, se vuelve a tomar ante Dios esta
decisión de fidelidad, pase lo que pase a lo largo de la jornada. Y cada
uno, cuando va a dormir, espera levantarse para continuar esta aventura,
confiando en la ayuda del Señor. Así, cada cónyuge es para el otro signo e
instrumento de la cercanía del Señor, que no nos deja solos: «Y o estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
320. Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación
y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno
descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más
importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión
de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede
ocupar el centro de su vida. Al mismo tiempo, el principio de realismo
espiritual hace que el cónyuge ya no pretenda que el otro sacie
completamente sus necesidades. Es preciso que el camino espiritual de
cada uno —como bien indicaba Dietrich Bonhoeffer— le ayude a
«desilusionarse» del otro[382], a dejar de esperar de esa persona lo que
sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El espacio
exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con
Dios, no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita
encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia.
Necesitamos invocar cada día la acción del Espíritu para que esta libertad
interior sea posible.
Espiritualidad del cuidado, del consuelo y del estímulo
321. «Los esposos cristianos son mutuamente para sí, para sus hijos y
para los restantes familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la
fe»[383]. Dios los llama a engendrar y a cuidar. Por eso mismo, la familia
«ha sido siempre el “hospital” más cercano»[384]. Curémonos,
contengámonos y estimulémonos unos a otros, y vivámoslo como parte
de nuestra espiritualidad familiar. La vida en pareja es una participación en
la obra fecunda de Dios, y cada uno es para el otro una permanente
provocación del Espíritu. El amor de Dios se expresa «a través de las
palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su
amor conyugal»[385]. Así, los dos son entre sí reflejos del amor divino que
consuela con la palabra, la mirada, la ayuda, la caricia, el abrazo. Por eso,
«querer formar una familia es animarse a ser parte del sueño de Dios, es
animarse a soñar con él, es animarse a construir con él, es animarse a
jugarse con él esta historia de construir un mundo donde nadie se sienta
solo»[386].
322. Toda la vida de la familia es un «pastoreo» misericordioso. Cada uno,
con cuidado, pinta y escribe en la vida del otro: «Vosotros sois nuestra
carta, escrita en nuestros corazones […] no con tinta, sino con el Espíritu
de Dios vivo» (2 Co 3,23).
Cada uno es un «pescador de hombres» (Lc
5,10) que, en el nombre de Jesús, «echa las redes» (cf. Lc 5,5) en los
demás, o un labrador que trabaja en esa tierra fresca que son sus seres
amados, estimulando lo mejor de ellos. La fecundidad matrimonial implica
promover, porque «amar a un ser es esperar de él algo indefinible e
imprevisible; y es, al mismo tiempo, proporcionarle de alguna manera el
medio de responder a esta espera»[387]. Esto es un culto a Dios, porque
es él quien sembró muchas cosas buenas en los demás esperando que las
hagamos crecer.
323. Es una honda experiencia espiritual contemplar a cada ser querido con
los ojos de Dios y reconocer a Cristo en él. Esto reclama una disponibilidad
gratuita que permita valorar su dignidad. Se puede estar plenamente
presente ante el otro si uno se entrega «porque sí», olvidando todo lo que
hay alrededor. El ser amado merece toda la atención. Jesús era un modelo
porque, cuando alguien se acercaba a conversar con él, detenía su mirada,
miraba con amor (cf. Mc 10,21). Nadie se sentía desatendido en su
presencia, ya que sus palabras y gestos eran expresión de esta pregunta:
«¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51). Eso se vive en medio de la
vida cotidiana de la familia. Allí recordamos que esa persona que vive con
nosotros lo merece todo, ya que posee una dignidad infinita por ser objeto
del amor inmenso del Padre. Así brota la ternura, capaz de «suscitar en el
otro el gozo de sentirse amado. Se expresa, en particular, al dirigirse con
atención exquisita a los límites del otro, especialmente cuando se
presentan de manera evidente»[388].
324. Bajo el impulso del Espíritu, el núcleo familiar no sólo acoge la vida
generándola en su propio seno, sino que se abre, sale de sí para derramar
su bien en otros, para cuidarlos y buscar su felicidad. Esta apertura se
expresa particularmente en la hospitalidad[389], alentada por la Palabra de
Dios de un modo sugestivo: «no olvidéis la hospitalidad: por ella algunos,
sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Hb 13,2). Cuando la familia acoge y
sale hacia los demás, especialmente hacia los pobres y abandonados, es
«símbolo, testimonio y participación de la maternidad de la Iglesia»[390]. El
amor social, reflejo de la Trinidad, es en realidad lo que unifica el sentido
espiritual de la familia y su misión fuera de sí, porque hace presente el
kerygma con todas sus exigencias comunitarias. La familia vive su
espiritualidad propia siendo al mismo tiempo una iglesia doméstica y una
célula vital para transformar el mundo[391].
* * *
325. Las palabras del Maestro (cf. Mt 22,30) y las de san Pablo (cf. 1 Co
7,2931)
sobre el matrimonio, están insertas —no casualmente— en la
dimensión última y definitiva de nuestra existencia, que necesitamos
recuperar. De ese modo, los matrimonios podrán reconocer el sentido del
camino que están recorriendo. Porque, como recordamos varias veces en
esta Exhortación, ninguna familia es una realidad celestial y confeccionada
de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva maduración de
su capacidad de amar. Hay un llamado constante que viene de la
comunión plena de la Trinidad, de la unión preciosa entre Cristo y su
Iglesia, de esa comunidad tan bella que es la familia de Nazaret y de la
fraternidad sin manchas que existe entre los santos del cielo. Pero
además, contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos, nos permite
relativizar el recorrido histórico que estamos haciendo como familias, para
dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza
de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino
definitivo. También nos impide juzgar con dureza a quienes viven en
condiciones de mucha fragilidad. Todos estamos llamados a mantener viva
la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y
cada familia debe vivir en ese estímulo constante. Caminemos familias,
sigamos caminando. Lo que se nos promete es siempre más. No
desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la
plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido.
Oración a la Sagrada Familia
Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas iglesias domésticas.
Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
Santa Familia de Nazaret,
haz tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.
Amén.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el Jubileo extraordinario de la
Misericordia, el 19 de marzo, Solemnidad de San José, del año 2016,
cuarto de mi Pontificado.
Franciscus
[1] III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Relatio
synodi (18 octubre 2014), 2.
[2] XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Relación
final (24 octubre 2015), 3.
[3] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos (24 octubre 2015): L’Osservatore Romano,ed.
semanal en lengua española, 30 de octubre de 2015, p. 4; cf. Pontificia
Comisión Bíblica, Fe y cultura a la luz de la Biblia. Actas de la Sesión plenaria
1979 de la Pontificia Comisión Bíblica, Turín 1981; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 44;
Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990),
52:AAS83 (1991), 300; Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 69.117: AAS 105 (2013), 1049.106869.
[4] Discurso en el Encuentro con las Familias de Santiago de Cuba (22
septiembre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua
española, 25 de septiembre de 2015, p. 12.
[5] Jorge Luis Borges, «Calle desconocida», en Fervor de Buenos Aires,
Buenos Aires 2011, 23.
[6] Homilía en la Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles (28 enero
1979), 2: AAS 71 (1979), 184.
[7] Cf. ibíd.
[8] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 4:
AAS 74 (1982), 84.
[9] Relatio synodi 2014, 5.
[10]Conferencia Episcopal Española, Matrimonio y familia (6 julio 1979),
3.16.23.
[11] Relación final 2015, 5.
[12] Relatio synodi 2014, 5.
[13] Relación final 2015, 8.
[14] Discurso al Congreso de los Estados Unidos de América (24
septiembre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua
española, 25 de septiembre de 2015, p. 18.
[15] Relación final 2015, 29.
[16] Relatio synodi 2014, 10.
[17] III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos,
Mensaje (18 octubre 2014).
[18] Relatio synodi 2014, 10.
[19] Relación final 2015, 7.
[20] Ibíd., 63.
[21]Conferencia de Obispos católicos de Corea, Towards a culture of life!
(15 marzo 2007).
[22] Relatio synodi 2014, 6.
[23] Pontificio Consejo para la Familia, Carta de los derechos de la familia
(22 octubre 1983), art. 11.
[24] Cf. Relación final 2015, 1112.
[25] Pontificio Consejo para la Familia, Carta de los derechos de la familia
(22 octubre 1983), Intr.
[26] Ibíd., 9.
[27] Relación final 2015, 14.
[28] Relatio synodi 2014, 8.
[29] Cf. Relación final 2015, 78.
[30] Relatio synodi 2014, 8.
[31] Relación final 2015, 23; cf. Mensaje para la Jornada mundial del
emigrante y del refugiado 2016 (12 septiembre 2015): L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 2223.
[32] Ibíd., 24.
[33] Ibíd., 21.
[34] Ibíd., 17.
[35] Ibíd., 20.
[36] Cf. ibíd., 15.
[37] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos (24 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 30 de octubre de 2015, p. 4.
[38] Conferencia Episcopal Argentina, Navega mar adentro (31 mayo
2003), 42.
[39] Conferencia del Episcopado Mexicano, Que en Cristo nuestra paz
México tenga vida digna (15 febrero 2009), 67.
[40] Relación final 2015, 25.
[41] Ibíd., 10.
[42] Catequesis (22 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 24 de abril de 2015, p. 12.
[43] Catequesis (29 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 1 de mayo de 2015, p. 12.
[44] Relación final 2015, 28.
[45] Ibíd., 8.
[46] Ibíd., 58.
[47] Ibíd., 33.
[48] Relatio synodi 2014, 11.
[49] Conferencia Episcopal de Colombia, A tiempos difíciles, colombianos
nuevos (13 febrero 2003), 3.
[50] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 35: AAS 105
(2013), 1034.
[51] Ibíd., 164: AAS 105 (2013), 1088.
[52] Ibíd.
[53] Ibíd., 165: AAS 105 (2013), 1089.
[54] Relatio synodi 2014, 12.
[55] Ibíd., 14.
[56] Ibíd., 16.
[57] Relación final 2015,41.
[58] Ibíd., 38.
[59] Relatio synodi 2014, 17.
[60] Relación final 2015, 43.
[61] Relatio synodi 2014, 18.
[62] Ibíd., 19.
[63] Relación final 2015, 38.
[64] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
13: AAS 74 (1982), 94.
[65] Relatio synodi 2014, 21.
[66] Catecismo de la Iglesia Católica, 1642.
[67] Ibíd.
[68] Catequesis (6 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 8 de mayo de 2015, p. 16.
[69] León Magno, Epistula Rustico narbonensi episcopo, inquis. IV: PL 54,
1205A; cf. Incmaro de Reims, Epist. 22: PL 126, 142.
[70] Cf. Pío XII, Carta enc. Mystici Corporis Christi (29 junio 1943): AAS35
(1943), 202: «Matrimonio enim quo coniuges sibiinvicem sunt ministri
gratiae…»:
[71] Cf. Código de Derecho Canónico, cc. 1116. 11611165;
Código de los
Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 832. 848852.
[72] Ibíd., c. 1055 § 2.
[73] Relatio synodi 2014, 23.
[74] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
9: AAS 74 (1982), 90.
[75] Relación final 2015, 47.
[76] Ibíd.
[77] Cf. Homilía en la Santa Misa de clausura del VIII Encuentro Mundial
de las Familias en Filadelfia (27 septiembre 2015): L’Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 20.
[78] Relación final 2015, 5354.
[79] Ibíd., 51.
[80] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 48.
[81] Cf. Código de Derecho Canónico, c. 1055 § 1: «Ad bonum coniugum
atque ad prolis generationem et educationem ordinatum».
[82] Catecismo de la Iglesia Católica, 2360.
[83] Ibíd., 1654.
[84] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 48.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 2366.
[86] Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 1112:
AAS
60 (1968), 488489.
[87] Catecismo de la Iglesia Católica, 2378.
[88] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae (22
febrero 1987), II, 8: AAS 80 (1988), 97.
[89] Relación final 2015, 63.
[90] Relatio synodi 2014, 57.
[91] Ibíd., 58.
[92] Ibíd., 57.
[93] Relación final 2015, 64.
[94] Relatio synodi 2014, 60.
[95] Ibíd., 61.
[96] Código de Derecho Canónico, c. 1136; cf. Código de los Cánones de
las Iglesias Orientales, c. 627.
[97] Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y
significado (8 diciembre 1995), 23.
[98] Catequesis (20 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[99] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 38: AAS 74 (1982), 129.
[100] Cf. Discurso a la Asamblea diocesana de Roma (14 junio 2015):
L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 19 de junio de
2015, p. 6.
[101] Relatio synodi 2014, 23.
[102] Relación final 2015, 52.
[103] Ibíd., 4950.
[104] Catecismo de la Iglesia Católica, 1641.
[105] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
2: AAS98 (2006), 218.
[106] Ejercicios Espirituales, Contemplación para alcanzar amor, 230.
[107] Octavio Paz, La llama doble, Barcelona 1993, 35.
[108] Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIII,
q. 114, a. 2, ad 1.
[109] Catequesis (13 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
[110] Summa TheologiaeIIII,
q. 27, a. 1, ad 2.
[111] Ibíd., IIII,
q. 27, a. 1.
[112] Catequesis (13 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
[113] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
21: AAS 74 (1982), 106.
[114] Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery,
Alabama, 17 de noviembre de 1957.
[115] Santo Tomás de Aquino entiende el amor como «vis unitiva»
(Summa Theologiae I, a. 20, 1, ad 3), retomando una expresión de
Dionisio Ps. Areopagita (De divinis nominibus, 4, 12: PG, 709).
[116] Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIII,
q. 27, a. 2.
[117] Carta enc. Casti connubii (31 diciembre 1930): AAS 22 (1930), 547548.
[118] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
13: AAS 74 (1982), 94.
[119] Catequesis (2 abril 2014):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 4 de abril de 2014, p. 16.
[120] Ibíd.
[121] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
9: AAS 74 (1982), 90.
[122] Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, 123; cf. Aristóteles,
Ética a Nicómaco, 8, 12 (ed. Bywater, Oxford 1984), 174.
[123] Carta enc. Lumen fidei (29 junio 2013), 52: AAS 105 (2013), 590.
[124] De sacramento matrimonii, 1, 2: en Id., Disputationes, III, 5, 3 (ed.
Giuliano, Nápoles 1858), 778.
[125] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50.
[126] Ibíd., 49.
[127] Cf. Summa Theologiae III,
q. 31, a. 3, ad 3.
[128] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 48.
[129] Cf. Summa Theologiae III,
q. 26, a. 3.
[130] Ibíd., q. 110, a. 1.
[131] Confesiones, 8, 3, 7: PL 32, 752.
[132] Discurso a las Familias del mundo con ocasión de su peregrinación a
Roma en el Año de la Fe (26 octubre 2013):AAS (2013), 980.
[133] Ángelus (29 diciembre 2013):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 3 de enero de 2014, p. 2.
[134] Discurso a las Familias del mundo con ocasión de su peregrinación a
Roma en el Año de la Fe (26 octubre 2013):AAS (2013), 978.
[135] Summa TheologiaeIIII,
q. 24, a. 7.
[136] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 48.
[137] Conferencia Episcopal de Chile, La vida y la familia: regalos de Dios
para cada uno de nosotros (21 octubre 2014).
[138] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
49.
[139] A. Sertillanges, L’amour chrétien, París 1920, 174.
[140] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III,
q. 24, a. 1.
[141] Cf. ibíd., q. 59, a. 5.
[142] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 3: AAS 98 (2006),
219220.
[143] Ibíd., 4: AAS 98 (2006), 220.
[144] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III,
q. 32, a. 7.
[145]Cf. ibíd., IIII,
q. 153, a. 2, ad 2: «Abundantia delectationis quae est
in actu venereo secundum rationem ordinato, non contrariatur medio
virtutis»
[146] Juan Pablo II, Catequesis (22 octubre 1980), 5:L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de octubre de 1980, p. 3.
[147] Ibíd., 3.
[148] Id., Catequesis (24 septiembre 1980), 4:L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 28 de septiembre de 1980, p. 3.
[149] Catequesis (12 noviembre 1980), 2: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 16 de noviembre de 1980, p. 3.
[150] Ibíd., 4.
[151] Ibíd., 5.
[152] Ibíd., 1: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
16 de noviembre de 1980, p. 3.
[153] Id., Catequesis (16 enero 1980), 1: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 20 de enero de 1980, p. 3.
[154] Josef Pieper, Über die Liebe, Múnich 2014, 174175.
[155] Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 23:
AAS87 (1995), 427.
[156] Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60
(1968), 489.
[157] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 49.
[158] Catequesis (18 junio 1980), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 22 de junio de 1980, p. 3.
[159] Ibíd., 6.
[160] Cf. Catequesis (30 julio 1980), 1:L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 3 de agosto de 1980, p. 3.
[161] Catequesis (8 abril 1981), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 12 de abril de 1981, p. 3.
[162] Catequesis (11 agosto 1982), 4: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 15 de agosto de 1982, p. 3.
[163] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 5: AAS 98 (2006),
221.
[164] Ibíd., 7: AAS 98 (2006), 224.
[165] Relación final 2015, 22.
[166] Catequesis (14 abril 1982), 1: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 18 de abril de 1982, p. 3.
[167] Glossa in quatuor libros sententiarum Petri Lombardi, 4, 26, 2
(Quaracchi 1957, 446).
[168] Juan Pablo II, Catequesis (7 abril 1982), 2: L’Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española, 11 de abril de 1982, p. 3.
[169] Id., Catequesis(14 abril 1982), 3:L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 18 de abril de 1982, p. 3.
[170] Ibíd.
[171] Id., Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71
(1979), 274.
[172] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIII,
q. 27, a. 1.
[173] Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y uniones de
hecho (26 julio 2000), 40.
[174] Juan Pablo II, Catequesis (31 octubre 1984), 6: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 4 de noviembre de 1984, p. 3.
[175] Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 8:
AAS 98 (2006), 224.
[176] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
14: AAS 74 (1982), 96.
[177] Catequesis (11 febrero 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal
en lengua española, 13 de febrero de 2015, p. 12.
[178] Ibíd.
[179] Catequesis (8 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 10 de abril de 2015, p. 16.
[180] Ibíd.
[181] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 51: «Sea claro a todos que la vida de los
hombres y la tarea de transmitirla no se limita a este mundo sólo y no se
puede medir ni entender sólo por él, sino que mira siempre al destino
eterno de los hombres».
[182] Juan Pablo II, Carta a la Secretaria General de la Conferencia
internacional de la Organización de Naciones Unidas sobre la población y el
desarrollo (18 marzo 1994): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 8 de abril de 1994, p. 11.
[183] Id., Catequesis (12 marzo 1980), 3: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 16 de marzo de 1980, p. 3.
[184] Ibíd.
[185] Discurso en el Encuentro con las Familias en Manila (16 enero 2015):
AAS 107 (2015), 176.
[186] Catequesis (11 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 13 de febrero de 2015, p. 12.
[187] Catequesis (14 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 16 de octubre de 2015, p. 12.
[188] Conferencia de Obispos Católicos de Australia, Carta past. Don’t
Mess with Marriage(24 noviembre 2015), 13.
[189] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50.
[190] Juan Pablo II, Catequesis (12 marzo 1980), 2: L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 16 de marzo de 1980, p. 3.
[191] Cf. Id., Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 3031:
AAS
80 (1988), 17261729.
[192] Catequesis (7 enero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 9 de enero de 2015, p. 16.
[193] Ibíd.
[194] Catequesis (28 enero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 30 de enero de 2015, p. 16
[195] Ibíd.
[196] Cf. Relación final 2015, 28.
[197] Catequesis (4 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 6 de febrero de 2015, p. 16.
[198] Ibíd.
[199] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50.
[200] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida (29 junio 2007), 457.
[201] Relación final 2015, 65.
[202] Ibíd.
[203] Discurso en el Encuentro con las Familias en Manila (16 enero.
2015):AAS 107 (2015), 178.
[204] Mario Benedetti, «Te quiero», en Poemas de otros, Buenos Aires
1993, 316.
[205] Cf. Catequesis (16 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 18 de septiembre de 2015, p. 6.
[206] Catequesis (7 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 9 de octubre de 2015, p. 2.
[207] Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 14:
AAS 98 (2006), 228.
[208] Cf. Relación final 2015, 11.
[209] Catequesis (18 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 20 de marzo de 2015, p. 12.
[210] Catequesis (11 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 13 de febrero de 2015, p. 12.
[211] Cf. Relación final 2015, 1718.
[212] Catequesis (4 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 6 de marzo de 2015, p. 12.
[213] Catequesis (11 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 13 de marzo de 2015, p.16.
[214] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 27: AAS 74
(1982), 113.
[215]Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «Foro internacional
sobre la Tercera Edad» (5 septiembre 1980), 5: L’Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española, 19 de octubre de 1980, p. 16.
[216] Relación final 2015, 18.
[217] Catequesis (4 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 6 de marzo de 2015, p. 12.
[218] Ibíd.
[219] Discurso en el Encuentro con los Ancianos (28 septiembre 2014):
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 3 de octubre de
2014, p. 6.
[220] Catequesis (18 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 20 de febrero de 2015, p. 2.
[221] Ibíd.
[222] Ibíd.
[223] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
18: AAS 74 (1982), 101.
[224] Catequesis (7 octubre 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 9 de octubre de 2015, p. 2.
[225] Relatio synodi 2014, 30.
[226] Ibíd., 31.
[227] Relación final 2015, 56.
[228] Ibíd., 89.
[229] Relatio synodi 2014, 32.
[230] Ibíd., 33.
[231] Ibíd., 38.
[232] Relación final 2015, 77.
[233] Ibíd., 61.
[234] Ibíd.
[235] Ibíd.
[236] Ibíd.
[237] Cf. Relatio synodi 2014, 26.
[238] Ibíd., 39.
[239] Conferencia Episcopal Italiana. Orientaciones pastorales sobre la
preparación al matrimonio y a la familia (22 octubre 2012), 1.
[240] Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, anotación 2.
[241] Ibíd., anotación 5.
[242] Juan Pablo II, Catequesis (27 junio 1984), 4: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española,1 de julio de 1984, p. 3.
[243] Catequesis (21 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 23 de octubre de 2015, p. 16.
[244] Conferencia Episcopal de Kenia, Mensaje de Cuaresma, 18 febrero
2015.
[245] Cf. Pío XI, Carta enc. Casti connubii (31 diciembre 1930): AAS 22
(1930), 583.
[246] Juan Pablo II, Catequesis (4 julio 1984), 3.6: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 8 de julio de 1984, p. 3.
[247] Relación final 2015, 59.
[248]Ibíd., 63.
[249] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 50.
[250] Relación final 2015, 63.
[251] Relatio synodi 2014, 40.
[252] Ibíd., 34.
[253] Cántico Espiritual, B, 25, 11.
[254] Relatio synodi 2014, 44.
[255] Relación final 2015, 81.
[256] Ibíd., 78.
[257] Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[258] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
83: AAS 74 (1982), 184.
[259] Relatio synodi 2014, 47.
[260] Ibíd., 50.
[261] Cf. Catequesis (5 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 714
de agosto de 2015, p. 2.
[262] Relatio synodi 2014, 51; cf. Relación final 2015, 84.
[263] Ibíd., 48.
[264] Cf. Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15 agosto 2015):
L’Osservatore Romano, 9 de septiembre de 2015, pp. 34;
Motu proprio
Mitis et Misericors Iesus (15 agosto 2015), preámbulo, 3, 1: ibíd., pp. 56.
[265] Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15 agosto 2015),
preámbulo, 3: L’Osservatore Romano, 9 de septiembre de 2015, p. 3.
[266] Relación final 2015, 82.
[267] Relatio synodi 2014, 47.
[268] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[269] Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[270] Catequesis (5 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 714
de agosto de 2015, p. 2.
[271] Relación final 2015, 72.
[272] Ibíd., 73.
[273] Ibíd., 74.
[274] Ibíd., 75.
[275] Cf. Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 12: AAS107 (2015),
407.
[276] Catecismo de la Iglesia Católica, 2358; cf. Relación final 2015, 76.
[277] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2358.
[278] Relación final 2015, 76; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las
uniones entre personas homosexuales (3 junio 2003), 4.
[279] Relación final 2015, 80.
[280] Cf. ibíd., 20.
[281] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[282] Relación final 2015, 19.
[283] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[284] Ibíd.
[285] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 958.
[286] Ibíd.
[287] Cf. Últimas Conversaciones: El «Cuaderno Amarillo» de la Madre
Inés (17 julio 1897): Obras Completas, Burgos 1996, 826. A este
respecto, es significativo el testimonio de las Hermanas del convento sobre
la promesa de santa Teresa de que su salida de este mundo sería «como
una lluvia de rosas» (ibíd., 9 junio, 991).
[288] Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis predicatorum, 93:
Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici, XVI, Roma 1935, p. 69.
[289] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 957.
[290] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
49.
[291] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 222: AAS 105
(2013), 1111.
[292] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[293] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 17.
[294] Catequesis (30 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 2.
[295] Catequesis (10 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 12 de junio de 2015, p. 16.
[296] Cf. Relación final 2015, 67.
[297] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[298] Catequesis (9 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 11 de septiembre de 2015, p. 14.
[299] Relación final 2015, 68.
[300] Ibíd., 58.
[301] Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Gravissimum educationis, sobre la
educación cristiana de la juventud, 1.
[302] Relación final 2015, 56.
[303] Erich Fromm, The art of Loving, New Y ork 1956, 54.
[304] Carta enc. Laudato siʼ (24 mayo 2015), 155.
[305] Catequesis (15 abril 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 17 de abril de 2015, p. 2.
[306] Cf.Relación final 2015, 1314.
[307] De sancta virginitate, 7, 7: PL 40, 400.
[308] Catequesis (26 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 28 de agosto de 2015, p. 12.
[309] Relación final 2015, 89.
[310] Ibíd., 93.
[311] Relatio synodi 2014, 24.
[312] Ibíd., 25.
[313] Ibíd., 28.
[314] Cf. ibíd., 41.43; Relación final 2015, 70.
[315] Relatio synodi 2014, 27.
[316] Ibíd., 26.
[317] Ibíd., 41.
[318] Ibíd.
[319] Relación final 2015, 71.
[320] Cf. ibíd.
[321] Relatio synodi 2014, 42.
[322] Ibíd., 43.
[323] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 34: AAS 74
(1982), 123.
[324] Ibíd., 9: AAS 74 (1982), 90.
[325] Cf. Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[326] Homilía en la Eucaristía celebrada con los nuevos cardenales (15
febrero 2015): AAS 107 (215), 257.
[327] Relación final 2015, 51.
[328] Relatio synodi 2014, 25.
[329] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
84: AAS 74 (1982), 186. En estas situaciones, muchos, conociendo y
aceptando la posibilidad de convivir «como hermanos» que la Iglesia les
ofrece, destacan que si faltan algunas expresiones de intimidad «puede
poner en peligro no raras veces el bien de la fidelidad y el bien de la prole»
(Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 51).
[330] Ibíd.
[331] Relatio synodi 2014, 26.
[332] Ibíd., 45.
[333] Benedicto XVI, Diálogo con el Papa en la fiesta de los testimonios.
VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán (2 junio 2012):
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 10 de junio de
2012, p. 12.
[334] Relación final 2015, 84.
[335] Ibíd., 51.
[336] Tampoco en lo referente a la disciplina sacramental, puesto que el
discernimiento puede reconocer que en una situación particular no hay
culpa grave. Allí se aplica lo que afirmé en otro documento: cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44.47: AAS 105 (2013),
1038.1040.
[337] Relación final 2015, 85.
[338] Ibíd., 86.
[339] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
33: AAS 74 (1982), 121.
[340] Relación final 2015, 51.
[341] Cf. Summa Theologiae III,
q. 65, a. 3, ad 2; De Malo, q. 2, a. 2.
[342] Ibíd., ad 3.
[343] N. 1735.
[344] Ibíd., 2352; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
Juan Pablo II, criticando la categoría de «opción fundamental», reconocía
que «sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el
aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador»:
Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77
(1985), 223.
[345] Cf. Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración sobre
la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto
a casar (24 junio 2000), 2.
[346] Relación final 2015, 85.
[347] Summa Theologiae III,
q. 94, a. 4.
[348] En otro texto, refiriéndose al conocimiento general de la norma y al
conocimiento particular del discernimiento práctico, santo Tomás llega a
decir que «si no hay más que uno solo de los dos conocimientos, es
preferible que este sea el conocimiento de la realidad particular que se
acerca más al obrar»: Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, VI, 6
(ed. Leonina, t. XLVII, 354).
[349] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos (24 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 30 de octubre de 2015, p. 4.
[350] En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural
(2009), 59.
[351] En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos.
Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser
una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap.
Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038.
Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos
sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (ibíd, 47: 1039).
[352] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105
(2013), 10381039.
[353] De catechizandis rudibus, 1, 14, 22: PL 40, 327; cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 193: AAS 105 (2013), 1101.
[354] Relatio synodi 2014, 26.
[355] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105
(2013), 1038.
[356] Ibíd., 45: AAS 105 (2013), 1039.
[357] Ibíd., 270: AAS 105 (2013), 1128.
[358] Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 12: AAS 107 (2015), 407.
[359] Ibíd., 5: 402
[360] Ibíd., 9: 405.
[361] Ibíd.,10: 406.
[362] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 47: AAS 105
(2013), 1040.
[363] Cf. ibíd., 3637:
AAS 105 (2013), 1035.
[364] Quizás por escrúpulo, oculto detrás de un gran deseo de fidelidad a
la verdad, algunos sacerdotes exigen a los penitentes un propósito de
enmienda sin sombra alguna, con lo cual la misericordia se esfuma debajo
de la búsqueda de una justicia supuestamente pura. Por ello, vale la pena
recordar la enseñanza de san Juan Pablo II, quien afirmaba que la
previsibilidad de una nueva caída «no prejuzga la autenticidad del
propósito»: Carta al Card. William W. Baum y a los participantes del curso
anual sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría Apostólica (22
marzo 1996), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
5 de abril de 1996, p. 4
[365] Comisión Teológica Internacional, La esperanza de salvación para los
niños que mueren sin bautismo (19 abril 2007), 2.
[366] Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 15: AAS 107 (2015), 409.
[367] Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 4.
[368] Ibíd.
[369] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 49.
[370] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 16: AAS 98
(2006), 230.
[371] Ibíd., 39: AAS 98 (2006), 250.
[372] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Christifideles laici (30 diciembre
1988), 40: AAS 81 (1989), 468.
[373] Ibíd.
[374] Relación final 2015, 87.
[375] Juan Pablo II, Exhort. ap. Postsin. Vita consecrata (25 marzo 1996),
42: AAS 88 (1996), 416.
[376] Cf. Relación final 2015, 87.
[377] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 57: AAS 74 (1982), 150.
[378] No olvidemos que la Alianza de Dios con su pueblo se expresa como
un desposorio (cf. Ez 16,8.60; Is 62,5; Os 2,2122),
y la nueva Alianza
también se presenta como un matrimonio (cf. Ap 19,7; 21,2; Ef 5,25).
[379] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
11.
[380] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
11: AAS 74 (1982), 93.
[381] Id., Homilía en la Eucaristía celebrada para las familias en Córdoba,
Argentina (8 abril 1987), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española, 26 de abril de 1987, p. 21.
[382] Cf. Gemeinsames Leben, Múnich 197314, 18.
[383] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el
apostolado de los laicos, 11.
[384] Catequesis(10 junio 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 12 de junio de 2015, p. 16.
[385] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
12: AAS 74 (1982), 93.
[386] Discurso en la Fiesta de las Familias y vigilia de oración en Filadelfia
(26 septiembre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua
española, 2 de octubre de 2015, p. 16.
[387] Gabriel Marcel, Homo viator: prolégomènes à une métaphysique de
l’espérance, París 1944, 63.
[388] Relación final 2015, 88.
[389] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 44: AAS 74 (1982), 136.
[390] Ibíd., 49: AAS 74 (1982), 141.
[391]Sobre los aspectos sociales de la familia: cf. Pontificio Consejo
«Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 248254.
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